ALICIA EN EL PAIS DE LAS MARAVILLAS
LEWIS CARROLL (1832-1898)
Capítulo 1 - EN LA
MADRIGUERA DEL CONEJO
Alicia empezaba ya a cansarse de estar sentada con su hermana a la
orilla del río, sin tener nada que hacer: había echado un par de ojeadas al libro
que su hermana estaba leyendo, pero no tenía dibujos ni diálogos. «¿Y de qué
sirve un libro sin dibujos ni diálogos?», se preguntaba Alicia.
Así pues, estaba pensando (y pensar le costaba cierto esfuerzo,
porque el calor del día la había dejado soñolienta y atontada) si el placer de
tejer una guirnalda de margaritas la compensaría del trabajo de levantarse y
coger las margaritas, cuando de pronto saltó cerca de ella un Conejo Blanco de
ojos rosados.
No había nada muy extraordinario en esto, ni tampoco le pareció a
Alicia muy extraño oír que el conejo se decía a sí mismo: «¡Dios mío! ¡Dios
mío! ¡Voy a llegar tarde!» (Cuando pensó en ello después, decidió que, desde
luego, hubiera debido sorprenderla mucho, pero en aquel momento le pareció lo
más natural del mundo). Pero cuando el conejo se sacó un reloj de bolsillo del
chaleco, lo miró y echó a correr, Alicia se levantó de un salto, porque
comprendió de golpe que ella nunca había visto un conejo con chaleco, ni con
reloj que sacarse de él, y, ardiendo de curiosidad, se puso a correr tras el
conejo por la pradera, y llegó justo a tiempo para ver cómo se precipitaba en
una madriguera que se abría al pie del seto.
Un momento más tarde, Alicia se metía también en la madriguera,
sin pararse a considerar cómo se las arreglaría después para salir.
Al principio, la madriguera del conejo se extendía en línea recta
como un túnel, y después torció bruscamente hacia abajo, tan bruscamente que
Alicia no tuvo siquiera tiempo de pensar en detenerse y se encontró cayendo por
lo que parecía un pozo muy profundo.
O el pozo era en verdad profundo, o ella caía muy despacio, porque
Alicia, mientras descendía, tuvo tiempo sobrado para mirar a su alrededor y
para preguntarse qué iba a suceder después. Primero, intentó mirar hacia abajo
y ver a dónde iría a parar, pero estaba todo demasiado oscuro para distinguir
nada. Después miró hacia las paredes del pozo y observó que estaban cubiertas
de armarios y estantes para libros: aquí y allá vio mapas y cuadros, colgados
de clavos. Cogió, a su paso, un jarro de los estantes. Llevaba una etiqueta que
decía: MERMELADA DE NARANJA, pero vio, con desencanto, que estaba vacío.
No le pareció bien tirarlo al fondo, por miedo a matar a alguien
que anduviera por abajo, y se las arregló para dejarlo en otro de los estantes
mientras seguía descendiendo.
«¡Vaya! », pensó Alicia. «¡Después de una caída como ésta, rodar
por las escaleras me parecerá algo sin importancia! ¡Qué valiente me
encontrarán todos! ¡Ni siquiera lloraría, aunque me cayera del tejado!» (Y era
verdad.)Abajo, abajo, abajo. ¿No acabaría nunca de caer?
--Me gustaría saber cuántas millas he descendido ya --dijo en voz
alta--.
Tengo que estar bastante cerca del centro de la tierra. Veamos:
creo que está a cuatro mil millas de profundidad...
Como veis, Alicia había aprendido algunas cosas de éstas en las
clases de la escuela, y aunque no era un momento muy oportuno para presumir de
sus conocimientos, ya que no había nadie allí que pudiera escucharla, le
pareció que repetirlo le servía de repaso.
--Sí, está debe de ser la distancia... pero me pregunto a qué
latitud o longitud habré llegado.
Alicia no tenía la menor idea de lo que era la latitud, ni tampoco
la longitud, pero le pareció bien decir unas palabras tan bonitas e
impresionantes. Enseguida volvió a empezar.
--¡A lo mejor caigo a través de toda la tierra! ¡Qué divertido
sería salir donde vive esta gente que anda cabeza abajo! Los antipáticos,
creo... (Ahora Alicia se alegró de que no hubiera nadie escuchando, porque esta
palabra no le sonaba del todo bien.) Pero entonces tendré que preguntarles el
nombre del país. Por favor, señora, ¿estamos en Nueva Zelanda o en Australia?
Y mientras decía estas palabras, ensayó una reverencia.
¡Reverencias mientras caía por el aire! ¿Creéis que esto es posible?
--¡Y qué criaja tan ignorante voy a parecerle! No, mejor será no
preguntar nada. Ya lo veré escrito en alguna parte.
Abajo, abajo, abajo. No había otra cosa que hacer y Alicia empezó
enseguida a hablar otra vez.
--¡Temo que Dina me echará mucho de menos esta noche ! (Dina era
la gata.) Espero que se acuerden de su platito de leche a la hora del té.
¡Dina, guapa, me gustaría tenerte conmigo aquí abajo! En el aire no hay
ratones, claro, pero podrías cazar algún murciélago, y se parecen mucho a los
ratones, sabes. Pero me pregunto: ¿comerán murciélagos los gatos?
Al llegar a este punto, Alicia empezó a sentirse medio dormida y
siguió diciéndose como en sueños: «¿Comen murciélagos los gatos? ¿Comen
murciélagos los gatos?» Y a veces: «¿Comen gatos los murciélagos?» Porque, como
no sabía contestar a ninguna de las dos preguntas, no importaba mucho cual de
las dos se formulara. Se estaba durmiendo de veras y empezaba a soñar que
paseaba con Dina de la mano y que le preguntaba con mucha ansiedad: «Ahora Dina,
dime la verdad, ¿te has comido alguna vez un murciélago?», cuando de pronto,
¡cataplum!, fue a dar sobre un montón de ramas y hojas secas. La caída había
terminado.
Alicia no sufrió el menor daño, y se levantó de un salto. Miró
hacia arriba, pero todo estaba oscuro. Ante ella se abría otro largo pasadizo,
y alcanzó a ver en él al Conejo Blanco, que se alejaba a toda prisa. No había
momento que perder, y Alicia, sin vacilar, echó a correr como el viento, y
llego justo a tiempo para oírle decir, mientras doblaba un recodo:
--¡Válganme mis orejas y bigotes, qué tarde se me está haciendo!
Iba casi pisándole los talones, pero, cuando dobló a su vez el
recodo, no vio al Conejo por ninguna parte. Se encontró en un vestíbulo amplio
y bajo, iluminado por una hilera de lámparas que colgaban del techo.
Había puertas alrededor de todo el vestíbulo, pero todas estaban
cerradas con llave, y cuando Alicia hubo dado la vuelta, bajando por un lado y
subiendo por el otro, probando puerta a puerta, se dirigió tristemente al
centro de la habitación, y se preguntó cómo se las arreglaría para salir de
allí.
De repente se encontró ante una mesita de tres patas, toda de
cristal macizo.
No había nada sobre ella, salvo una diminuta llave de oro, y lo
primero que se le ocurrió a Alicia fue que debía corresponder a una de las
puertas del vestíbulo. Pero, ¡ay!, o las cerraduras eran demasiado grandes, o
la llave era demasiado pequeña, lo cierto es que no pudo abrir ninguna puerta.
Sin embargo, al dar la vuelta por segunda vez, descubrió una cortinilla que no
había visto antes, y detrás había una puertecita de unos dos palmos de altura.
Probó la llave de oro en la cerradura, y vio con alegría que ajustaba bien.
Alicia abrió la puerta y se encontró con que daba a un estrecho
pasadizo, no más ancho que una ratonera. Se arrodilló y al otro lado del
pasadizo vio el jardín más maravilloso que podáis imaginar. ¡Qué ganas tenía de
salir de aquella oscura sala y de pasear entre aquellos macizos de flores
multicolores y aquellas frescas fuentes! Pero ni siquiera podía pasar la cabeza
por la abertura. «Y aunque pudiera pasar la cabeza», pensó la pobre Alicia, «de
poco iba a servirme sin los hombros. ¡Cómo me gustaría poderme encoger como un
telescopio! Creo que podría hacerlo, sólo con saber por dónde empezar.» Y es
que, como veis, a Alicia le habían pasado tantas cosas extraordinarias aquel
día, que había empezado a pensar que casi nada era en realidad imposible.
De nada servía quedarse esperando junto a la puertecita, así que
volvió a la mesa, casi con la esperanza de encontrar sobre ella otra llave, o,
en todo caso, un libro de instrucciones para encoger a la gente como si fueran
telescopios. Esta vez encontró en la mesa una botellita («que desde luego no
estaba aquí antes», dijo Alicia), y alrededor del cuello de la botella había
una etiqueta de papel con la palabra «BEBEME» hermosamente impresa en grandes
caracteres.
Está muy bien eso de decir «BEBEME», pero la pequeña Alicia era
muy prudente y no iba a beber aquello por las buenas. «No, primero voy a
mirar», se dijo, «para ver si lleva o no la indicación de veneno.» Porque
Alicia había leído preciosos cuentos de niños que se habían quemado, o habían
sido devorados por bestias feroces, u otras cosas desagradables, sólo por no
haber querido recordar las sencillas normas que las personas que buscaban su
bien les habían inculcado: como que un hierro al rojo te quema si no lo sueltas
en seguida, o que si te cortas muy hondo en un dedo con un cuchillo suele salir
sangre. Y Alicia no olvidaba nunca que, si bebes mucho de una botella que lleva
la indicación «veneno», terminará, a la corta o a la larga, por hacerte daño.
Sin embargo, aquella botella no llevaba la indicación «veneno»,
así que Alicia se atrevió a probar el contenido, y, encontrándolo muy agradable
(tenía, de hecho, una mezcla de sabores a tarta de cerezas, almíbar, piña, pavo
asado, caramelo y tostadas calientes con mantequilla), se lo acabó en un
santiamén.
--¡Qué sensación más extraña! --dijo Alicia--. Me debo estar
encogiendo como un telescopio.
Y así era, en efecto: ahora medía sólo veinticinco centímetros, y
su cara se iluminó de alegría al pensar que tenía la talla adecuada para pasar
por la puertecita y meterse en el maravilloso jardín. Primero, no obstante,
esperó unos minutos para ver si seguía todavía disminuyendo de tamaño, y esta
posibilidad la puso un poco nerviosa. «No vaya consumirme del todo, como una
vela», se dijo para sus adentros. «¿Qué sería de mí entonces?» E intentó
imaginar qué ocurría con la llama de una vela, cuando la vela estaba apagada,
pues no podía recordar haber visto nunca una cosa así.
Después de un rato, viendo que no pasaba nada más, decidió salir
en seguida al jardín. Pero, ¡pobre Alicia!, cuando llegó a la puerta, se
encontró con que había olvidado la llavecita de oro, y, cuando volvió a la mesa
para recogerla, descubrió que no le era posible alcanzarla. Podía verla
claramente a través del cristal, e intentó con ahínco trepar por una de las
patas de la mesa, pero era demasiado resbaladiza. Y cuando se cansó de
intentarlo, la pobre niña se sentó en el suelo y se echó a llorar.
«¡Vamos! ¡De nada sirve llorar de esta manera!», se dijo Alicia a
sí misma, con bastante firmeza. «¡Te aconsejo que dejes de llorar ahora mismo!»
Alicia se daba por lo general muy buenos consejos a sí misma (aunque rara vez
los seguía), y algunas veces se reñía con tanta dureza que se le saltaban las
lágrimas. Se acordaba incluso de haber intentado una vez tirarse de las orejas
por haberse hecho trampas en un partido de croquet que jugaba consigo misma,
pues a esta curiosa criatura le gustaba mucho comportarse como si fuera dos
personas a la vez. «¡Pero de nada me serviría ahora comportarme como si fuera
dos personas!», pensó la pobre Alicia. «¡Cuando ya se me hace bastante difícil
ser una sola persona como Dios manda!»Poco después, su mirada se posó en una
cajita de cristal que había debajo de la mesa. La abrió y encontró dentro un
diminuto pastelillo, en que se leía la palabra «COMEME», deliciosamente escrita
con grosella. «Bueno, me lo comeré», se dijo Alicia, «y si me hace crecer,
podré coger la llave, y, si me hace todavía más pequeña, podré deslizarme por
debajo de la puerta. De un modo o de otro entraré en el jardín, y eso es lo que
importa.»Dio un mordisquito y se preguntó nerviosísima a sí misma: «¿Hacia
dónde? ¿Hacia dónde?» Al mismo tiempo, se llevó una mano a la cabeza para notar
en qué dirección se iniciaba el cambio, y quedó muy sorprendida al advertir que
seguía con el mismo tamaño. En realidad, esto es lo que sucede normalmente
cuando se da un mordisco a un pastel, pero Alicia estaba ya tan acostumbrada a
que todo lo que le sucedía fuera extraordinario, que le pareció muy aburrido y
muy tonto que la vida discurriese por cauces normales.
Así pues pasó a la acción, y en un santiamén dio buena cuenta del
pastelito.
Capítulo 2 - EL
CHARCO DE LÁGRIMAS
--¡Curiorífico y curiorífico! --exclamó Alicia (estaba tan
sorprendida, que por un momento se olvidó hasta de hablar correctamente)--.
¡Ahora me estoy estirando como el telescopio más largo que haya existido jamás!
¡Adiós, pies! --gritó, porque cuando miró hacia abajo vio que sus pies quedaban
ya tan lejos que parecía fuera a perderlos de vista--. ¡Oh, mis pobrecitos
pies! ¡Me pregunto quién os pondrá ahora vuestros zapatos y vuestros
calcetines! ¡Seguro que yo no podré hacerlo! Voy a estar demasiado lejos para
ocuparme personalmente de vosotros: tendréis que arreglároslas como podáis...
Pero voy a tener que ser amable con ellos --pensó Alicia--, ¡o a lo mejor no
querrán llevarme en la dirección en que yo quiera ir! Veamos: les regalaré un
par de zapatos nuevos todas las Navidades.
Y siguió planeando cómo iba a llevarlo a cabo:
--Tendrán que ir por correo. ¡Y qué gracioso será esto de mandarse
regalos a los propios pies! ¡Y qué chocante va a resultar la dirección!
Al Sr. Pie Derecho
de Alicia
Alfombra de la
Chimenea,
junto al
Guardafuegos
(con un abrazo de
Alicia).
¡Dios mío, qué tonterías tan grandes estoy diciendo!
Justo en este momento, su cabeza chocó con el techo de la sala: en
efecto, ahora medía más de dos metros. Cogió rápidamente la llavecita de oro y
corrió hacia la puerta del jardín.
¡Pobre Alicia! Lo máximo que podía hacer era echarse de lado en el
suelo y mirar el jardín con un solo ojo; entrar en él era ahora más difícil que
nunca.
Se sentó en el suelo y volvió a llorar.
--¡Debería darte vergüenza! --dijo Alicia--. ¡Una niña tan grande
como tú (ahora sí que podía decirlo) y ponerse a llorar de este modo! ¡Para
inmediatamente!
Pero siguió llorando como si tal cosa, vertiendo litros de
lágrimas, hasta que se formó un verdadero charco a su alrededor, de unos diez
centímetros de profundidad y que cubría la mitad del suelo de la sala.
Al poco rato oyó un ruidito de pisadas a lo lejos, y se secó
rápidamente los ojos para ver quién llegaba. Era el Conejo Blanco que volvía,
espléndidamente vestido, con un par de guantes blancos de cabritilla en una
mano y un gran abanico en la otra. Se acercaba trotando a toda prisa, mientras
rezongaba para sí:
--¡Oh! ¡La Duquesa, la Duquesa! ¡Cómo se pondrá si la hago
esperar!
Alicia se sentía tan desesperada que estaba dispuesta a pedir
socorro a cualquiera. Así pues, cuando el Conejo estuvo cerca de ella, empezó a
decirle tímidamente y en voz baja:
--Por favor, señor...
El Conejo se llevó un susto tremendo, dejó caer los guantes
blancos de cabritilla y el abanico, y escapó a todo correr en la oscuridad.
Alicia recogió el abanico y los guantes, Y, como en el vestíbulo
hacía mucho calor, estuvo abanicándose todo el tiempo mientras se decía:
--¡Dios mío! ¡Qué cosas tan extrañas pasan hoy! Y ayer todo pasaba
como de costumbre. Me pregunto si habré cambiado durante la noche. Veamos: ¿era
yo la misma al levantarme esta mañana? Me parece que puedo recordar que me
sentía un poco distinta. Pero, si no soy la misma, la siguiente pregunta es
¿quién demonios soy? ¡Ah, este es el gran enigma!
Y se puso a pensar en todas las niñas que conocía y que tenían su
misma edad, para ver si podía haberse transformado en una de ellas.
--Estoy segura de no ser Ada --dijo--, porque su pelo cae en
grandes rizos, y el mío no tiene ni medio rizo. Y estoy segura de que no puedo
ser Mabel, porque yo sé muchísimas cosas, y ella, oh, ¡ella sabe Poquísimas!
Además, ella es ella, y yo soy yo, y... ¡Dios mío, qué rompecabezas! Voy a ver
si sé todas las cosas que antes sabía. Veamos: cuatro por cinco doce, y cuatro
por seis trece, y cuatro por siete...
¡Dios mío! ¡Así no llegaré nunca a veinte! De todos modos, la
tabla de multiplicar no significa nada. Probemos con la geografía. Londres es
la capital de París, y París es la capital de Roma, y Roma... No, lo he dicho
todo mal, estoy segura. ¡Me debo haber convertido en Mabel! Probaré, por
ejemplo el de la industriosa abeja."
Cruzó las manos sobre el regazo y notó que la voz le salía ronca y
extraña y las palabras no eran las que deberían ser:
`¡Ves como el industrioso cocodrilo
Aprovecha su lustrosa cola
Y derrama las aguas del Nilo
Por sobre sus escamas de oro!
`¡Con que alegría muestra sus dientes
Con que cuidado dispone sus uñas
Y se dedica a invitar a los pececillos
Para que entren en sus sonrientes mandíbulas!
¡Estoy segura que esas no son las palabras! Y a la pobre Alicia se
le llenaron otra vez los ojos de lágrimas.
--¡Seguro que soy Mabel! Y tendré que ir a vivir a aquella casucha
horrible, y casi no tendré juguetes para jugar, y ¡tantas lecciones que
aprender! No, estoy completamente decidida: ¡si soy Mabel, me quedaré aquí! De
nada servirá que asomen sus cabezas por el pozo y me digan: «¡Vuelve a salir,
cariño!» Me limitaré a mirar hacia arriba y a decir: «¿Quién soy ahora, veamos?
Decidme esto primero, y después, si me gusta ser esa persona, volveré a subir.
Si no me gusta, me quedaré aquí abajo hasta que sea alguien distinto...» Pero,
Dios mío --exclamó Alicia, hecha un mar de lágrimas--, ¡cómo me gustaría que
asomaran de veras sus cabezas por el pozo! ¡Estoy tan cansada de estar sola
aquí abajo!
Al decir estas palabras, su mirada se fijó en sus manos, y vio con
sorpresa que mientras hablaba se había puesto uno de los pequeños guantes
blancos de cabritilla del Conejo.
--¿Cómo he podido hacerlo? --se preguntó--. Tengo que haberme
encogido otra vez.
Se levantó y se acercó a la mesa para comprobar su medida. Y
descubrió que, según sus conjeturas, ahora no medía más de sesenta centímetros,
y seguía achicándose rápidamente. Se dio cuenta en seguida de que la causa de
todo era el abanico que tenía en la mano, y lo soltó a toda prisa, justo a
tiempo para no llegar a desaparecer del todo.
--¡De buena me he librado ! --dijo Alicia, bastante asustada por
aquel cambio inesperado, pero muy contenta de verse sana y salva--. ¡Y ahora al
jardín!
Y echó a correr hacia la puertecilla. Pero, ¡ay!, la puertecita
volvía a estar cerrada y la llave de oro seguía como antes sobre la mesa de
cristal. «¡Las cosas están peor que nunca!», pensó la pobre Alicia. «¡Porque
nunca había sido tan pequeña como ahora, nunca! ¡Y declaro que la situación se
está poniendo imposible!»
Mientras decía estas palabras, le resbaló un pie, y un segundo más
tarde, ¡chap!, estaba hundida hasta el cuello en agua salada. Lo primero que se
le ocurrió fue que se había caído de alguna manera en el mar. «Y en este caso
podré volver a casa en tren», se dijo para sí. (Alicia había ido a la playa una
sola vez en su vida, y había llegado a la conclusión general de que, fuera uno
a donde fuera, la costa inglesa estaba siempre llena de casetas de baño, niños
jugando con palas en la arena, después una hilera de casas y detrás una
estación de ferrocarril.) Sin embargo, pronto comprendió que estaba en el
charco de lágrimas que había derramado cuando medía casi tres metros de
estatura.
--¡Ojalá no hubiera llorado tanto! --dijo Alicia, mientras nadaba
a su alrededor, intentando encontrar la salida--. ¡Supongo que ahora recibiré
el castigo y moriré ahogada en mis propias lágrimas! ¡Será de veras una cosa
extraña! Pero todo es extraño hoy.
En este momento oyó que alguien chapoteaba en el charco, no muy
lejos de ella, y nadó hacia allí para ver quién era. Al Principio creyó que se
trataba de una morsa o un hipopótamo, pero después se acordó de lo pequeña que
era ahora, y comprendió que sólo era un ratón que había caído en el charco como
ella.
--¿Servirá de algo ahora --se preguntó Alicia-- dirigir la palabra
a este ratón? Todo es tan extraordinario aquí abajo, que no me sorprendería
nada que pudiera hablar. De todos modos, nada se pierde por intentarlo. --Así
pues, Alicia empezó a decirle-: Oh, Ratón, ¿sabe usted cómo salir de este
charco? ¡Estoy muy cansada de andar nadando de un lado a otro, oh, Ratón!
Alicia pensó que éste sería el modo correcto de dirigirse a un
ratón; nunca se había visto antes en una situación parecida, pero recordó haber
leído en la Gramática Latina de su hermano «el ratón -- del ratón -- al ratón
-- para el ratón -- ¡oh, ratón!» El Ratón la miró atentamente, y a Alicia le
pareció que le guiñaba uno de sus ojillos, pero no dijo nada. «Quizá no sepa
hablar inglés», pensó Alicia. «Puede ser un ratón francés, que llegó hasta aquí
con Guillermo el Conquistador.» (Porque a pesar de todos sus conocimientos de
historia, Alicia no tenía una idea muy clara de cuánto tiempo atrás habían
tenido lugar algunas cosas.) Siguió pues:
--Où est ma chatte?
Era la primera frase de su libro de francés. El Ratón dio un salto
inesperado fuera del agua y empezó a temblar de pies a cabeza.
--¡Oh, le ruego que me perdone! --gritó Alicia apresuradamente,
temiendo haber herido los sentimientos del pobre animal--. Olvidé que a usted
no le gustan los gatos.
--¡No me gustan los gatos! --exclamó el Ratón en voz aguda y
apasionada--. ¿Te gustarían a ti los gatos si tú fueses yo?
--Bueno, puede que no -dijo Alicia en tono conciliador-. No se
enfade por esto. Y, sin embargo, me gustaría poder enseñarle a nuestra gata
Dina.
Bastaría que usted la viera para que empezaran a gustarle los
gatos. Es tan bonita y tan suave --siguió Alicia, hablando casi para sí misma,
mientras nadaba perezosa por el charco--, y ronronea tan dulcemente junto al
fuego, lamiéndose las patitas y lavándose la cara... y es tan agradable tenerla
en brazos... y es tan hábil cazando ratones... ¡Oh, perdóneme, por favor!
--gritó de nuevo Alicia, porque esta vez al Ratón se le habían puesto todos los
pelos de punta y tenía que estar enfadado de veras--. No hablaremos más de
Dina, si usted no quiere.
--¡Hablaremos dices! chilló el Rat6n, que estaba temblando hasta
la mismísima punta de la cola--. ¡Como si yo fuera a hablar de semejante tema!
Nuestra familia ha odiado siempre a los gatos: ¡bichos asquerosos,
despreciables, vulgares! ¡Que no vuelva a oír yo esta palabra!
--¡No la volveré a pronunciar! -dijo Alicia, apresurándose a
cambiar el tema de la conversación-. ¿Es usted... es usted amigo... de... de
los perros? El Ratón no dijo nada y Alicia siguió diciendo atropelladamente--:
Hay cerca de casa un perrito tan mono que me gustaría que lo conociera! Un
pequeño terrier de ojillos brillantes, sabe, con el pelo largo, rizado,
castaño. Y si le tiras un palo, va y lo trae, y se sienta sobre dos patas para
pedir la comida, y muchas cosas más... no me acuerdo ni de la mitad... Y es de
un granjero, sabe, y el granjero dice que es un perro tan útil que no lo
vendería ni por cien libras. Dice que mata todas las ratas y... ¡Dios mío!
--exclamó Alicia trastornada--. ¡Temo que lo he ofendido otra vez!
Porque el Ratón se alejaba de ella nadando con todas sus fuerzas,
y organizaba una auténtica tempestad en la charca con su violento chapoteo.
Alicia lo llamó dulcemente mientras nadaba tras él:
--¡Ratoncito querido! ¡vuelve atrás, y no hablaremos más de gatos
ni de perros, puesto que no te gustan!
Cuando el Ratón oyó estas palabras, dio media vuelta y nadó
lentamente hacia ella: tenía la cara pálida (de emoción, pensó Alicia) y dijo
con vocecita temblorosa:
--Vamos a la orilla, y allí te contaré mi historia, y entonces comprenderás
por qué odio a los gatos y a los perros.
Ya era hora de salir de allí, pues la charca se iba llenando más y
más de los pájaros y animales que habían caído en ella: había un pato y un
dodo, un loro y un aguilucho y otras curiosas criaturas. Alicia abrió la marcha
y todo el grupo nadó hacia la orilla.
Capítulo 3 - UNA
CARRERA LOCA Y UNA LARGA HISTORIA
El grupo que se reunió en la orilla tenía un aspecto realmente
extraño: los pájaros con las plumas sucias, los otros animales con el pelo
pegado al cuerpo, y todos calados hasta los huesos, malhumorados e incómodos.
Lo primero era, naturalmente, discurrir el modo de secarse: lo
discutieron entre ellos, y a los pocos minutos a Alicia le parecía de lo más
natural encontrarse en aquella reunión y hablar familiarmente con los animales,
como si los conociera de toda la vida. Sostuvo incluso una larga discusión con
el Loro, que terminó poniéndose muy tozudo y sin querer decir otra cosa que
«soy más viejo que tú, y tengo que saberlo mejor». Y como Alicia se negó a
darse por vencida sin saber antes la edad del Loro, y el Loro se negó
rotundamente a confesar su edad, ahí acabó la conversación.
Por fin el Ratón, que parecía gozar de cierta autoridad dentro del
grupo, les gritó:
--¡Sentaos todos y escuchadme! ¡Os aseguro que voy a dejaros secos
en un santiamén!
Todos se sentaron pues, formando un amplio círculo, con el Ratón
en medio.
Alicia mantenía los ojos ansiosamente fijos en él, porque estaba
segura de que iba a pescar un resfriado de aúpa si no se secaba en seguida.
--¡Ejem! --carraspeó el Ratón con aires de importancia--, ¿Estáis
preparados? Esta es la historia más árida y por tanto más seca que conozco.
¡Silencio todos, por favor! «Guillermo el Conquistador, cuya causa era apoyada
por el Papa, fue aceptado muy pronto por los ingleses, que necesitaban un jefe
y estaban ha tiempo acostumbrados a usurpaciones y conquistas. Edwindo Y
Morcaro, duques de Mercia y Northumbría...»
--¡Uf! --graznó el Loro, con un escalofrío.
--Con perdón --dijo el Ratón, frunciendo el ceño, pero con mucha
cortesía--.
¿Decía usted algo?
--¡Yo no! --se apresuró a responder el Loro.
--Pues me lo había parecido -dijo el Ratón--. Continúo. «Edwindo y
Morcaro, duques de Mercia y Northumbría, se pusieron a su favor, e incluso
Stigandio, el patriótico arzobispo de Canterbury, lo encontró
conveniente...»--¿Encontró qué? -preguntó el Pato.
--Encontrólo -repuso el Ratón un poco enfadado--. Desde luego,
usted sabe lo que lo quiere decir.
--¡Claro que sé lo que quiere decir! --refunfuñó el Pato--. Cuando
yo encuentro algo es casi siempre una rana o un gusano. Lo que quiero saber es
qué fue lo que encontró el arzobispo.
El Ratón hizo como si no hubiera oído esta pregunta y se apresuró
a continuar con su historia:
--«Lo encontró conveniente y decidió ir con Edgardo Athelingo al
encuentro de Guillermo y ofrecerle la corona. Guillermo actuó al principio con
moderación.
Pero la insolencia de sus normandos...» ¿Cómo te sientes ahora,
querida? continuó, dirigiéndose a Alicia.
--Tan mojada como al principio --dijo Alicia en tono
melancólico--. Esta historia es muy seca, pero parece que a mi no me seca nada.
--En este caso --dijo solemnemente el Dodo, mientras se ponía en
pie--, propongo que se abra un receso en la sesión y que pasemos a la adopción
inmediata de remedios más radicales...
--¡Habla en cristiano! --protestó el Aguilucho--. No sé lo que
quieren decir ni la mitad de estas palabras altisonantes, y es más, ¡creo que
tampoco tú sabes lo que significan!
Y el Aguilucho bajó la cabeza para ocultar una sonrisa; algunos de
los otros pájaros rieron sin disimulo.
--Lo que yo iba a decir --siguió el Dodo en tono ofendido-- es que
el mejor modo para secarnos sería una Carrera Loca.
--¿Qué es una Carrera Loca? --preguntó Alicia, y no porque tuviera
muchas ganas de averiguarlo, sino porque el Dodo había hecho una pausa, como
esperando que alguien dijera algo, y nadie parecía dispuesto a decir nada.
--Bueno, la mejor manera de explicarlo es hacerlo.
(Y por si alguno de vosotros quiere hacer también una Carrera Loca
cualquier día de invierno, voy a contaros cómo la organizó el Dodo.)
Primero trazó una pista para la Carrera, más o menos en círculo
(«la forma exacta no tiene importancia», dijo) y después todo el grupo se fue
colocando aquí y allá a lo largo de la pista. No hubo el «A la una, a las dos,
a las tres, ya», sino que todos empezaron a correr cuando quisieron, y cada uno
paró cuando quiso, de modo que no era fácil saber cuándo terminaba la carrera.
Sin embargo, cuando llevaban corriendo más o menos media hora, y volvían a
estar ya secos, el Dodo gritó súbitamente:
--¡La carrera ha terminado!
Y todos se agruparon jadeantes a su alrededor, preguntando:
--¿Pero quién ha ganado?
El Dodo no podía contestar a esta pregunta sin entregarse antes a
largas cavilaciones, y estuvo largo rato reflexionando con un dedo apoyado en
la frente (la postura en que aparecen casi siempre retratados los pensadores),
mientras los demás esperaban en silencio. Por fin el Dodo dijo:
--Todos hemos ganado, y todos tenemos que recibir un premio.
--¿Pero quién dará los premios? --preguntó un coro de voces.
--Pues ella, naturalmente --dijo el Dodo, señalando a Alicia con
el dedo.
Y todo el grupo se agolpó alrededor de Alicia, gritando como
locos:
--¡Premios! ¡Premios!
Alicia no sabía qué hacer, y se metió desesperada una mano en el
bolsillo, y encontró una caja de confites (por suerte el agua salada no había
entrado dentro), y los repartió como premios. Había exactamente un confite para
cada uno de ellos.
--Pero ella también debe tener un premio --dijo el Ratón.
--Claro que sí -aprobó el Dodo con gravedad, y, dirigiéndose a
Alicia, preguntó--: ¿Qué más tienes en el bolsillo?
--Sólo un dedal -dijo Alicia.
--Venga el dedal -dijo el Dodo.
Y entonces todos la rodearon una vez más, mientras el Dodo le
ofrecía solemnemente el dedal con las palabras:
--Os rogamos que aceptéis este elegante dedal.
Y después de este cortísimo discurso, todos aplaudieron con
entusiasmo.
Alicia pensó que todo esto era muy absurdo, pero los demás
parecían tomarlo tan en serio que no se atrevió a reír, y, como tampoco se le
ocurría nada que decir, se limitó a hacer una reverencia, y a coger el dedal,
con el aire más solemne que pudo.
Había llegado el momento de comerse los confites, lo que provocó
bastante ruido y confusión, pues los pájaros grandes se quejaban de que sabían
a poco, y los pájaros pequeños se atragantaban y había que darles palmaditas en
la espalda. Sin embargo, por fin terminaron con los confites, y de nuevo se
sentaron en círculo, y pidieron al Ratón que les contara otra historia.
--Me prometiste contarme tu vida, ¿te acuerdas? --dijo Alicia--. Y
por qué odias a los... G. y a los P. --añadió en un susurro, sin atreverse a
nombrar a los gatos y a los perros por su nombre completo para no ofender al
Ratón de nuevo.
--¡Arrastro tras de mí una realidad muy larga y muy triste!
--exclamó el Ratón, dirigiéndose a Alicia y dejando escapar un suspiro.
--Desde luego, arrastras una cola larguísima --dijo Alicia,
mientras echaba una mirada admirativa a la cola del Ratón--, pero ¿por qué
dices que es triste?
Y tan convencida estaba Alicia de que el Ratón se refería a su
cola, que, cuando él empezó a hablar, la historia que contó tomó en la
imaginación de Alicia una forma así:
"Cierta Furia dijo a un Ratón al que se encontró en su casa:
"Vamos a ir juntos ante la Ley: Yo te acusaré, y tú te defenderás. ¡Vamos!
No admitiré más discusiones Hemos de tener un proceso, porque esta mañana no he
tenido ninguna otra cosa que hacer". El Ratón respondió a la Furia:
"Ese pleito, señora no servirá si no tenemos juez y jurado, y no servirá
más que para que nos gritemos uno a otro como una pareja de tontos" Y
replicó la Furia: "Yo seré al mismo tiempo el juez y el jurado." Lo
dijo taimadamente la vieja Furia. "Yo seré la que diga todo lo que haya
que decir, y también quien a muerte condene."
--¡No me estás escuchando! --protestó el Ratón, dirigiéndose a
Alicia--.
¿Dónde tienes la cabeza?
--Por favor, no te enfades -dijo Alicia con suavidad--. Si no me
equivoco, ibas ya por la quinta vuelta.
--¡Nada de eso! --chilló el Ratón--. ¿De qué vueltas hablas? ¡Te
estás burlando de mí y sólo dices tonterías!
Y el Ratón se levantó y se fue muy enfadado.
--¡Ha sido sin querer! exclamó la pobre Alicia--. ¡Pero tú te
enfadas con tanta facilidad!
El Ratón sólo respondió con un gruñido, mientras seguía
alejándose.
--¡Vuelve, por favor, y termina tu historia! --gritó Alicia tras
él.
Y los otros animales se unieron a ella y gritaron a coro:
--¡Sí, vuelve, por favor!
Pero el Ratón movió impaciente la cabeza y apresuró el paso.
--¡Qué lástima que no se haya querido quedar! -suspiró el Loro,
cuando el Ratón se hubo perdido de vista.
Y una vieja Cangreja aprovechó la ocasión para decirle a su hija:
--¡Ah, cariño! ¡Que te sirva de lección para no dejarte arrastrar
nunca por tu mal genio!
--¡Calla esa boca, mamá! -protestó con aspereza la Cangrejita-.
¡Eres capaz de acabar con la paciencia de una ostra!
--¡Ojalá estuviera aquí Dina con nosotros! --dijo Alicia en voz
alta, pero sin dirigirse a nadie en particular--.
¡Ella sí que nos traería al Ratón en un santiamén!
--¡Y quién es Dina, si se me permite la pregunta? --quiso saber el
Loro.
Alicia contestó con entusiasmo, porque siempre estaba dispuesta a
hablar de su amiga favorita:
--Dina es nuestra gata. ¡Y no podéis imaginar lo lista que es para
cazar ratones! ¡Una maravilla! ¡Y me gustaría que la vierais correr tras los
pájaros!
¡Se zampa un pajarito en un abrir y cerrar de ojos!
Estas palabras causaron una impresión terrible entre los animales
que la rodeaban. Algunos pájaros se apresuraron a levantar el vuelo. Una vieja
urraca se acurrucó bien entre sus plumas, mientras murmuraba: «No tengo más
remedio que irme a casa; el frío de la noche no le sienta bien a mi garganta».
Y un canario reunió a todos sus pequeños, mientras les decía con una vocecilla
temblorosa: «¡Vamos, queridos! ¡Es hora de que estéis todos en la cama!» Y así,
con distintos pretextos, todos se fueron de allí, y en unos segundos Alicia se
encontró completamente sola.
--¡Ojalá no hubiera hablado de Dina! --se dijo en tono
melancólico--. ¡Aquí abajo, mi gata no parece gustarle a nadie, y sin embargo
estoy bien segura de que es la mejor gata del mundo! ¡Ay, mi Dina, mi querida
Dina! ¡Me pregunto si volveré a verte alguna vez!
Y la pobre Alicia se echó a llorar de nuevo, porque se sentía muy
sola y muy deprimida. Al poco rato, sin embargo, volvió a oír un ruidito de
pisadas a lo lejos y levantó la vista esperanzada, pensando que a lo mejor el
Ratón había cambiado de idea y volvía atrás para terminar su historia.
Capítulo 4 - LA CASA
DEL CONEJO
Era el Conejo Blanco, que volvía con un trotecillo saltarín y
miraba ansiosamente a su alrededor, como si hubiera perdido algo. Y Alicia oyó
que murmuraba:
--¡La Duquesa! ¡La Duquesa! ¡Oh, mis queridas patitas ! ¡Oh, mi
piel y mis bigotes ! ¡Me hará ejecutar, tan seguro como que los grillos son
grillos ! ¿Dónde demonios puedo haberlos dejado caer? ¿Dónde? ¿Dónde?
Alicia comprendió al instante que estaba buscando el abanico y el
par de guantes blancos de cabritilla, y llena de buena voluntad se puso también
ella a buscar por todos lados, pero no encontró ni rastro de ellos. En
realidad, todo parecía haber cambiado desde que ella cayó en el charco, y el
vestíbulo con la mesa de cristal y la puertecilla habían desaparecido
completamente.
A los pocos instantes el Conejo descubrió la presencia de Alicia,
que andaba buscando los guantes y el abanico de un lado a otro, y le gritó muy
enfadado:
--¡Cómo, Mary Ann, qué demonios estás haciendo aquí! Corre
inmediatamente a casa y tráeme un par de guantes y un abanico! ¡Aprisa!
Alicia se llevó tal susto que salió corriendo en la dirección que
el Conejo le señalaba, sin intentar explicarle que estaba equivocándose de
persona.
--¡Me ha confundido con su criada! --se dijo mientras corría--.
¡Vaya sorpresa se va a llevar cuando se entere de quién soy! Pero será mejor
que le traiga su abanico y sus guantes... Bueno, si logro encontrarlos.
Mientras decía estas palabras, llegó ante una linda casita, en
cuya puerta brillaba una placa de bronce con el nombre «C. BLANCO» grabado en
ella. Alicia entró sin llamar, y corrió escaleras arriba, con mucho miedo de
encontrar a la verdadera Mary Ann y de que la echaran de la casa antes de que
hubiera encontrado los guantes y el abanico.
--¡Qué raro parece --se dijo Alicia eso de andar haciendo recados
para un conejo! ¡Supongo que después de esto Dina también me mandará a hacer
sus recados! --Y empezó a imaginar lo que ocurriría en este caso: «¡Señorita
Alicia, venga aquí inmediatamente y prepárese para salir de paseo!», diría la
niñera, y ella tendría que contestar: «¡Voy en seguida! Ahora no puedo, porque
tengo que vigilar esta ratonera hasta que vuelva Dina y cuidar de que no se
escape ningún ratón»--. Claro que --siguió diciéndose Alicia--, si a Dina le
daba por empezar a darnos órdenes, no creo que parara mucho tiempo en nuestra
casa.
A todo esto, había conseguido llegar hasta un pequeño dormitorio,
muy ordenado, con una mesa junto a la ventana, y sobre la mesa (como esperaba)
un abanico y dos o tres pares de diminutos guantes blancos de cabritilla. Cogió
el abanico y un par de guantes, y, estaba a punto de salir de la habitación,
cuando su mirada cayó en una botellita que estaba al lado del espejo del
tocador. Esta vez no había letrerito con la palabra «BEBEME», pero de todos
modos Alicia lo destapó y se lo llevó a los labios.
--Estoy segura de que, si como o bebo algo, ocurrirá algo
interesante --se dijo--. Y voy a ver qué pasa con esta botella. Espero que
vuelva a hacerme crecer, porque en realidad, estoy bastante harta de ser una
cosilla tan pequeñeja.
¡Y vaya si la hizo crecer! ¡Mucho más aprisa de lo que imaginaba!
Antes de que hubiera bebido la mitad del frasco, se encontró con que la cabeza
le tocaba contra el techo y tuvo que doblarla para que no se le rompiera el
cuello. Se apresuró a soltar la botella, mientras se decía:
--¡Ya basta! Espero que no seguiré creciendo... De todos modos, no
paso ya por la puerta... ¡Ojalá no hubiera bebido tan aprisa!
¡Por desgracia, era demasiado tarde para pensar en ello! Siguió
creciendo, y creciendo, y muy pronto tuvo que ponerse de rodillas en el suelo.
Un minuto más tarde no le quedaba espacio ni para seguir arrodillada, y tuvo
que intentar acomodarse echada en el suelo, con un codo contra la puerta y el
otro brazo alrededor del cuello. Pero no paraba de crecer, y, como último
recurso, sacó un brazo por la ventana y metió un pie por la chimenea, mientras
se decía:
--Ahora no puedo hacer nada más, pase lo que pase. ¿Qué va a ser
de mí?
Por suerte la botellita mágica había producido ya todo su efecto,
y Alicia dejó de crecer. De todos modos, se sentía incómoda y, como no parecía
haber posibilidad alguna de volver a salir nunca de aquella habitación, no es
de extrañar que se sintiera también muy desgraciada.
--Era mucho más agradable estar en mi casa --pensó la pobre
Alicia--. Allí, al menos, no me pasaba el tiempo creciendo y disminuyendo de
tamaño, y recibiendo órdenes de ratones y conejos. Casi preferiría no haberme
metido en la madriguera del Conejo... Y, sin embargo, pese a todo, ¡no se puede
negar que este género de vida resulta interesante! ¡Yo misma me pregunto qué
puede haberme sucedido! Cuando leía cuentos de hadas, nunca creí que estas
cosas pudieran ocurrir en la realidad, ¡y aquí me tenéis metida hasta el cuello
en una aventura de éstas! Creo que debiera escribirse un libro sobre mí, sí
señor. Y cuando sea mayor, yo misma lo escribiré... Pero ya no puedo ser mayor
de lo que soy ahora --añadió con voz lúgubre--. Al menos, no me queda sitio
para hacerme mayor mientras esté metida aquí dentro. Pero entonces, ¿es que
nunca me haré mayor de lo que soy ahora? Por una parte, esto sería una ventaja,
no llegaría nunca a ser una vieja, pero por otra parte ¡tener siempre lecciones
que aprender! ¡Vaya lata! ¡Eso si que no me gustaría nada! ¡Pero qué tonta
eres, Alicia! --se rebatió a sí misma--. ¿Cómo vas a poder estudiar lecciones
metida aquí dentro? Apenas si hay sitio para ti, ¡Y desde luego no queda ni un
rinconcito para libros de texto!
Y así siguió discurseando un buen rato, unas veces en un sentido y
otras llevándose a sí misma la contraria, manteniendo en definitiva una
conversación muy seria, como si se tratara de dos personas. Hasta que oyó una
voz fuera de la casa, y dejó de discutir consigo misma para escuchar.
--¡Mary Ann! ¡Mary Ann! --decía la voz--. ¡Tráeme inmediatamente
mis guantes!
Después Alicia oyó un ruidito de pasos por la escalera. Comprendió
que era el Conejo que subía en su busca y se echó a temblar con tal fuerza que
sacudió toda la casa, olvidando que ahora era mil veces mayor que el Conejo
Blanco y no había por tanto motivo alguno para tenerle miedo.
Ahora el Conejo había llegado ante la puerta, e intentó abrirla,
pero, como la puerta se abría hacia adentro y el codo de Alicia estaba
fuertemente apoyado contra ella, no consiguió moverla. Alicia oyó que se decía
para sí:
--Pues entonces daré la vuelta y entraré por la ventana.
--Eso sí que no --pensó Alicia.
Y, después de esperar hasta que creyó oír al Conejo justo debajo
de la ventana, abrió de repente la mano e hizo gesto de atrapar lo que
estuviera a su alcance. No encontró nada, pero oyó un gritito entrecortado,
algo que caía y un estrépito de cristales rotos, lo que le hizo suponer que el
Conejo se había caído sobre un invernadero o algo por el estilo. Después se oyó
una voz muy enfadada, que era la del Conejo:
--¡Pat! ¡Pat! ¿Dónde estás? ¿Dónde estás?
Y otra voz, que Alicia no había oído hasta entonces:
--¡Aquí estoy, señor! ¡Cavando en busca de manzanas, con permiso
del señor!
--¡Tenías que estar precisamente cavando en busca de manzanas!
--replicó el Conejo muy irritado--. ¡Ven aquí inmediatamente! ¡Y ayúdame a
salir de esto!
Hubo más ruido de cristales rotos. --Y ahora dime, Pat, ¿qué es
eso que hay en la ventana?
--Seguro que es un brazo, señor --(y pronunciaba «brasso»).
--¿Un brazo, majadero? ¿Quién ha visto nunca un brazo de este
tamaño? ¡Pero si llena toda la ventana!
--Seguro que la llena, señor. ¡Y sin embargo es un brazo!
--Bueno, sea lo que sea no tiene por que estar en mi ventana. ¡Ve
y quítalo de ahí!
Siguió un largo silencio, y Alicia sólo pudo oír breves cuchicheos
de vez en cuando, como «¡Seguro que esto no me gusta nada, señor, lo que se
dice nada!» y «¡Haz de una vez lo que te digo, cobarde!» Por último, Alicia
volvió a abrir la mano y a moverla en el aire como si quisiera atrapar algo.
Esta vez hubo dos grititos entrecortados y más ruido de cristales rotos.
«¡Cuántos invernaderos de cristal debe de haber ahí abajo!», pensó Alicia. «¡Me
pregunto qué harán ahora! Si se trata de sacarme por la ventana, ojalá pudieran
lograrlo. No tengo ningunas ganas de seguir mucho rato encerrada aquí
dentro.»Esperó unos minutos sin oír nada más. Por fin escuchó el rechinar de
las ruedas de una carretilla y el sonido de muchas voces que hablaban todas a
la vez. Pudo entender algunas palabras: «¿Dónde está la otra escalera?... A mí
sólo me dijeron que trajera una; la otra la tendrá Bill... ¡Bill! ¡Trae la
escalera aquí, muchacho!... Aquí, ponedlas en esta esquina... No, primero
átalas la una a la otra... Así no llegarán ni a la mitad... Claro que llegarán,
no seas pesado... ¡Ven aquí, Bill, agárrate a esta cuerda!...
¿Aguantará este peso el tejado?... ¡Cuidado con esta teja
suelta!... ¡Eh, que se cae! ¡Cuidado con la cabeza!» Aquí se oyó una fuerte
caída. «Vaya, ¿quién ha sido?... Creo que ha sido Bill... ¿Quién va a bajar por
la chimenea?...
¿Yo? Nanay. ¡Baja tú!... ¡Ni hablar! Tiene que bajar Bill... ¡Ven
aquí, Bill! ¡El amo dice que tienes que bajar por la chimenea!»
--¡Vaya! ¿Conque es Bill el que tiene que bajar por la chimenea?
se dijo Alicia--. ¡Parece que todo se lo cargan a Bill! No me gustaría estar en
su pellejo: desde luego esta chimenea es estrecha, pero me parece que podré dar
algún puntapié por ella.
Alicia hundió el pie todo lo que pudo dentro de la chimenea, y
esperó hasta oír que la bestezuela (no podía saber de qué tipo de animal se
trataba) escarbaba y arañaba dentro de la chimenea, justo encima de ella.
Entonces, mientras se decía a sí misma: «¡Aquí está Bill! », dio una fuerte
patada, y esperó a ver qué pasaba a continuación.
Lo primero que oyó fue un coro de voces que gritaban a una: «¡Ahí
va Bill!», y después la voz del Conejo sola: «¡Cogedlo! ¡Eh! ¡Los que estáis
junto a la valla!» Siguió un silencio y una nueva avalancha de voces:
«Levantadle la cabeza... Venga un trago... Sin que se ahogue... ¿Qué ha pasado,
amigo? ¡Cuéntanoslo todo!»
Por fin se oyó una vocecita débil y aguda, que Alicia supuso sería
la voz de Bill:
--Bueno, casi no sé nada... No quiero más coñac, gracias, ya me
siento mejor... Estoy tan aturdido que no sé qué decir... Lo único que recuerdo
es que algo me golpeó rudamente, ¡y salí por los aires como el muñeco de una
caja de sorpresas!
--¡Desde luego, amigo! ¡Eso ya lo hemos visto! --dijeron los
otros.
--¡Tenemos que quemar la casa! --dijo la voz del Conejo.
Y Alicia gritó con todas sus fuerzas:
--¡Si lo hacéis, lanzaré a Dina contra vosotros!
Se hizo inmediatamente un silencio de muerte, y Alicia pensó para
sí:
--Me pregunto qué van a hacer ahora. Si tuvieran una pizca de
sentido común, levantarían el tejado.
Después de uno o dos minutos se pusieron una vez más todos en
movimiento, y Alicia oyó que el Conejo decía:
--Con una carretada tendremos bastante para empezar.
--¿Una carretada de qué? --pensó Alicia.
Y no tuvo que esperar mucho para averiguarlo, pues un instante
después una granizada de piedrecillas entró disparada por la ventana, y algunas
le dieron en plena cara.
--Ahora mismo voy a acabar con esto --se dijo Alicia para sus
adentros, y añadió en alta voz--: ¡Será mejor que no lo repitáis!
Estas palabras produjeron otro silencio de muerte. Alicia
advirtió, con cierta sorpresa, que las piedrecillas se estaban transformando en
pastas de té, allí en el suelo, y una brillante idea acudió de inmediato a su
cabeza.
«Si como una de estas pastas», pensó, «seguro que producirá algún
cambio en mi estatura. Y, como no existe posibilidad alguna de que me haga
todavía mayor, supongo que tendré que hacerme forzosamente más pequeña».
Se comió, pues, una de las pastas, y vio con alegría que empezaba
a disminuir inmediatamente de tamaño. En cuanto fue lo bastante pequeña para
pasar por la puerta, corrió fuera de la casa, y se encontró con un grupo
bastante numeroso de animalillos y pájaros que la esperaban. Una lagartija,
Bill, estaba en el centro, sostenido por dos conejillos de indias, que le daban
a beber algo de una botella. En el momento en que apareció Alicia, todos se
abalanzaron sobre ella. Pero Alicia echó a correr con todas sus fuerzas, y
pronto se encontró a salvo en un espeso bosque.
--Lo primero que ahora tengo que hacer --se dijo Alicia, mientras
vagaba por el bosque --es crecer hasta volver a recuperar mi estatura. Y lo
segundo es encontrar la manera de entrar en aquel precioso jardín. Me parece
que éste es el mejor plan de acción.
Parecía, desde luego, un plan excelente, y expuesto de un modo muy
claro y muy simple. La única dificultad radicaba en que no tenía la menor idea
de cómo llevarlo a cabo. Y, mientras miraba ansiosamente por entre los árboles,
un pequeño ladrido que sonó justo encima de su cabeza la hizo mirar hacia
arriba sobresaltada.
Un enorme perrito la miraba desde arriba con sus grandes ojos muy
abiertos y alargaba tímidamente una patita para tocarla.
--¡Qué cosa tan bonita! --dijo Alicia, en tono muy cariñoso, e
intentó sin éxito dedicarle un silbido, pero estaba también terriblemente
asustada, porque pensaba que el cachorro podía estar hambriento, y, en este
caso, lo más probable era que la devorara de un solo bocado, a pesar de todos
sus mimos.
Casi sin saber lo que hacía, cogió del suelo una ramita seca y la
levantó hacia el perrito, y el perrito dio un salto con las cuatro patas en el
aire, soltó un ladrido de satisfacción y se abalanzó sobre el palo en gesto de
ataque. Entonces Alicia se escabulló rápidamente tras un gran cardo, para no
ser arrollada, y, en cuanto apareció por el otro lado, el cachorro volvió a
precipitarse contra el palo, con tanto entusiasmo que perdió el equilibrio y
dio una voltereta. Entonces Alicia, pensando que aquello se parecía mucho a
estar jugando con un caballo percherón y temiendo ser pisoteada en cualquier
momento por sus patazas, volvió a refugiarse detrás del cardo. Entonces el
cachorro inició una serie de ataques relámpago contra el palo, corriendo cada
vez un poquito hacia adelante y un mucho hacia atrás, y ladrando roncamente
todo el rato, hasta que por fin se sentó a cierta distancia, jadeante, la
lengua colgándole fuera de la boca y los grandes ojos medio cerrados.
Esto le pareció a Alicia una buena oportunidad para escapar. Así
que se lanzó a correr, y corrió hasta el límite de sus fuerzas y hasta quedar
sin aliento, y hasta que las ladridos del cachorro sonaron muy débiles en la
distancia.
--Y, a pesar de todo, ¡qué cachorrito tan mono era! --dijo Alicia,
mientras se apoyaba contra una campanilla para descansar y se abanicaba con una
de sus hojas--. ¡Lo que me hubiera gustado enseñarle juegos, si... si hubiera
tenido yo el tamaño adecuado para hacerlo! ¡Dios mío! ¡Casi se me había
olvidado que tengo que crecer de nuevo! Veamos: ¿qué tengo que hacer para
lograrlo? Supongo que tendría que comer o que beber alguna cosa, pero ¿qué?
Éste es el gran dilema.
Realmente el gran dilema era ¿qué? Alicia miró a su alrededor
hacia las flores y hojas de hierba, pero no vio nada que tuviera aspecto de ser
la cosa adecuada para ser comida o bebida en esas circunstancias. Allí cerca se
erguía una gran seta, casi de la misma altura que Alicia. Y, cuando hubo mirado
debajo de ella, y a ambos lados, y detrás, se le ocurrió que lo mejor sería
mirar y ver lo que había encima.
Se puso de puntillas, y miró por encima del borde de la seta, y
sus ojos se encontraron de inmediato con los ojos de una gran oruga azul, que
estaba sentada encima de la seta con los brazos cruzados, fumando
tranquilamente una larga pipa y sin prestar la menor atención a Alicia ni a
ninguna otra cosa.
Capítulo 5 -
CONSEJOS DE UNA ORUGA
La Oruga y Alicia se estuvieron mirando un rato en silencio: por
fin la Oruga se sacó la pipa de la boca, y se dirigió a la niña en voz lánguida
y adormilada.
--¿Quién eres tú? --dijo la Oruga.
No era una forma demasiado alentadora de empezar una conversación.
Alicia contestó un poco intimidada:
--Apenas sé, señora, lo que soy en este momento... Sí sé quién era
al levantarme esta mañana, pero creo que he cambiado varias veces desde
entonces.
--¿Qué quieres decir con eso? --preguntó la Oruga con severidad--.
¡A ver si te aclaras contigo misma!
--Temo que no puedo aclarar nada conmigo misma, señora --dijo
Alicia--, porque yo no soy yo misma, ya lo ve.
--No veo nada --protestó la Oruga.
--Temo que no podré explicarlo con más claridad --insistió Alicia
con voz amable--, porque para empezar ni siquiera lo entiendo yo misma, y eso
de cambiar tantas veces de estatura en un solo día resulta bastante
desconcertante.
--No resulta nada --replicó la Oruga.
--Bueno, quizás usted no haya sentido hasta ahora nada parecido
--dijo Alicia--, pero cuando se convierta en crisálida, cosa que ocurrirá
cualquier día, y después en mariposa, me parece que todo le parecerá un poco
raro, ¿no cree?
--Ni pizca --declaró la Oruga.
--Bueno, quizá los sentimientos de usted sean distintos a los
míos, porque le aseguro que a mi me parecería muy raro.
--¡A ti! --dijo la Oruga con desprecio--. ¿Quién eres tú?
Con lo cual volvían al principio de la conversación. Alicia
empezaba a sentirse molesta con la Oruga, por esas observaciones tan secas y
cortantes, de modo que se puso tiesa como un rábano y le dijo con severidad:
--Me parece que es usted la que debería decirme primero quién es.
--¿Por qué? --inquirió la Oruga.
Era otra pregunta difícil, y como a Alicia no se le ocurrió
ninguna respuesta convincente y como la Oruga parecía seguir en un estado de
ánimo de lo más antipático, la niña dio media vuelta para marcharse.
--¡Ven aquí! --la llamó la Oruga a sus espaldas--. ¡Tengo algo
importante que decirte!
Estas palabras sonaban prometedoras, y Alicia dio otra media
vuelta y volvió atrás.
--¡Vigila este mal genio! --sentenció la Oruga.
--¿Es eso todo? --preguntó Alicia, tragándose la rabia lo mejor
que pudo.
--No --dijo la Oruga.
Alicia decidió que sería mejor esperar, ya que no tenía otra cosa
que hacer, y ver si la Oruga decía por fin algo que mereciera la pena. Durante
unos minutos la Oruga siguió fumando sin decir palabra, pero después abrió los
brazos, volvió a sacarse la pipa de la boca y dijo:
--Así que tú crees haber cambiado, ¿no?
--Mucho me temo que si, señora. No me acuerdo de cosas que antes
sabía muy bien, y no pasan diez minutos sin que cambie de tamaño.
--¿No te acuerdas ¿de qué cosas?
--Bueno, intenté recitar los versos de "Ved cómo la industriosa
abeja... pero todo me salió distinto, completamente distinto y seguí hablando
de cocodrilos".
--Pues bien, haremos una cosa.
--¿Que?
--Recítame eso de "Ha envejecido, Padre Guillermo..."
--Ordenó la Oruga.
Alicia cruzó los brazos y empezó a recitar el poema:
"Ha envejecido, Padre Guillermo," dijo el chico,
"Y su pelo está lleno de canas;
Sin embargo siempre hace el pino--
¿Con sus años aún tiene las ganas?
"Cuando joven," dijo Padre Guillermo a su hijo,
"No quería dañarme el coco;
Pero ya no me da ningún miedo,
Que de mis sesos me queda muy poco."
"Ha envejecido," dijo el muchacho,
"Como ya se ha dicho;
Sin embargo entró capotando--
¿Como aún puede andar como un bicho?
"Cuando joven," dijo el sabio, meneando su pelo blanco,
"Me mantenía el cuerpo muy ágil
Con ayuda medicinal y, si puedo ser franco,
Debes probarlo para no acabar débil."
"Ha envejecido," dijo el chico, "y tiene los
dientes inútiles
para más que agua y vino;
Pero zampó el ganso hasta los huesos frágiles--
A ver, señor, ¿que es el tino?"
Cuando joven," dijo su padre, "me empeñé en ser abogado,
Y discutía la ley con mi esposa;
Y por eso, toda mi vida me ha durado
Una mandíbula muy fuerte y musculosa."
"Ha envejecido y sería muy raro," dijo el chico,
"Si aún tuviera la vista perfecta;
¿Pues cómo hizo bailar en su pico
Esta anguila de forma tan recta?"
"Tres preguntas ya has posado,
Y a ninguna más contestaré.
Si no te vas ahora mismo,
¡Vaya golpe que te pegaré!
--Eso no está bien --dijo la Oruga.
--No, me temo que no está del todo bien --reconoció Alicia con
timidez--.
Algunas palabras tal vez me han salido revueltas.
--Está mal de cabo a rabo-- sentenció la Oruga en tono implacable,
y siguió un silencio de varios minutos.
La Oruga fue la primera en hablar.
¿Qué tamaño te gustaría tener? --le preguntó.
--No soy difícil en asunto de tamaños --se apresuró a contestar
Alicia--. Sólo que no es agradable estar cambiando tan a menudo, sabe.
--No sé nada --dijo la Oruga. Alicia no contestó. Nunca en toda su
vida le habían llevado tanto la contraria, y sintió que se le estaba acabando
la paciencia.
--¿Estás contenta con tu tamaño actual? --preguntó la Oruga.
--Bueno, me gustaría ser un poco más alta, si a usted no le
importa. ¡Siete centímetros es una estatura tan insignificante!
¡Es una estatura perfecta! --dijo la Oruga muy enfadada,
irguiéndose cuan larga era (medía exactamente siete centímetros).
--¡Pero yo no estoy acostumbrada a medir siete centímetros! se
lamentó la pobre Alicia con voz lastimera, mientras pensaba para sus adentros:
«¡Ojalá estas criaturas no se ofendieran tan fácilmente!»
--Ya te irás acostumbrando --dijo la Oruga, y volvió a meterse la
pipa en la boca y empezó otra vez a fumar.
Esta vez Alicia esperó pacientemente a que se decidiera a hablar
de nuevo. Al cabo de uno o dos minutos la Oruga se sacó la pipa de la boca, dio
unos bostezos y se desperezó. Después bajó de la seta y empezó a deslizarse por
la hierba, al tiempo que decía:
--Un lado te hará crecer, y el otro lado te hará disminuir.
--Un lado ¿de qué? El otro lado ¿de que? --se dijo Alicia para sus
adentros.
--De la seta --dijo la Oruga, como si la niña se lo hubiera
preguntado en voz alta.
Y al cabo de unos instantes se perdió de vista.
Alicia se quedó un rato contemplando pensativa la seta, en un
intento de descubrir cuáles serían sus dos lados, y, como era perfectamente
redonda, el problema no resultaba nada fácil. Así pues, extendió los brazos
todo lo que pudo alrededor de la seta y arrancó con cada mano un pedacito.
--Y ahora --se dijo--, ¿cuál será cuál?
Dio un mordisquito al pedazo de la mano derecha para ver el efecto
y al instante sintió un rudo golpe en la barbilla. ¡La barbilla le había
chocado con los pies!
Se asustó mucho con este cambio tan repentino, pero comprendió que
estaba disminuyendo rápidamente de tamaño, que no había por tanto tiempo que
perder y que debía apresurarse a morder el otro pedazo. Tenía la mandíbula tan
apretada contra los pies que resultaba difícil abrir la boca, pero lo consiguió
al fin, y pudo tragar un trocito del pedazo de seta que tenía en la mano
izquierda.
«¡Vaya, por fin tengo libre la cabeza!», se dijo Alicia con
alivio, pero el alivio se transformó inmediatamente en alarma, al advertir que
había perdido de vista sus propios hombros: todo lo que podía ver, al mirar
hacia abajo, era un larguísimo pedazo de cuello, que parecía brotar como un
tallo del mar de hojas verdes que se extendía muy por debajo de ella.
--¿Qué puede ser todo este verde? --dijo Alicia--. ¿Y dónde se
habrán marchado mis hombros? Y, oh mis pobres manos, ¿cómo es que no puedo
veros?
Mientras hablaba movía las manos, pero no pareció conseguir ningún
resultado, salvo un ligero estremecimiento que agitó aquella verde hojarasca
distante.
Como no había modo de que sus manos subieran hasta su cabeza,
decidió bajar la cabeza hasta las manos, y descubrió con entusiasmo que su
cuello se doblaba con mucha facilidad en cualquier dirección, como una
serpiente. Acababa de lograr que su cabeza descendiera por el aire en un
gracioso zigzag y se disponía a introducirla entre las hojas, que descubrió no
eran más que las copas de los árboles bajo los que antes había estado paseando,
cuando un agudo silbido la hizo retroceder a toda prisa. Una gran paloma se
precipitaba contra su cabeza y la golpeaba violentamente con las alas.
--¡Serpiente! --chilló la paloma.
--¡Yo no soy una serpiente! --protestó Alicia muy indignada--. ¡Y
déjame en paz!
--¡Serpiente, más que serpiente! --siguió la Paloma, aunque en un
tono menos convencido, y añadió en una especie de sollozo--: ¡Lo he intentado
todo, y nada ha dado resultado!
--No tengo la menor idea de lo que usted está diciendo! --dijo
Alicia.
--Lo he intentado en las raíces de los árboles, y lo he intentado
en las riberas, y lo he intentado en los setos --siguió la Paloma, sin escuchar
lo que Alicia le decía--. ¡Pero siempre estas serpientes! ¡No hay modo de
librarse de ellas!
Alicia se sentía cada vez más confusa, pero pensó que de nada
serviría todo lo que ella pudiera decir ahora y que era mejor esperar a que la
Paloma terminara su discurso.
--¡Como si no fuera ya bastante engorro empollar los huevos!
--dijo la Paloma--. ¡Encima hay que guardarlos día y noche contra las
serpientes! ¡No he podido pegar ojo durante tres semanas!
--Siento mucho que sufra usted tantas molestias --dijo Alicia, que
empezaba a comprender el significado de las palabras de la Paloma. --¡Y justo
cuando elijo el árbol más alto del bosque --continuó la Paloma, levantando la
voz en un chillido--, y justo cuando me creía por fin libre de ellas, tienen
que empezar a bajar culebreando desde el cielo! ¡Qué asco de serpientes!
--Pero le digo que yo no soy una serpiente. Yo soy una... Yo soy
una...
--Bueno, qué eres, pues? --dijo la Paloma--. ¡Veamos qué demonios
inventas ahora!
--Soy... soy una niñita --dijo Alicia, llena de dudas, pues tenía
muy presentes todos los cambios que había sufrido a lo largo del día.
--¡A otro con este cuento! --respondió la Paloma, en tono del más
profundo desprecio--. He visto montones de niñitas a lo largo de mi vida, ¡pero
ninguna que tuviera un cuello como el tuyo! ¡No, no! Eres una serpiente, y de
nada sirve negarlo. ¡Supongo que ahora me dirás que en tu vida te has zampado
un huevo!
--Bueno, huevos si he comido --reconoció Alicia, que siempre decía
la verdad--. Pero es que las niñas también comen huevos, igual que las
serpientes, sabe.
--No lo creo --dijo la Paloma--, pero, si es verdad que comen
huevos, entonces no son más que una variedad de serpientes, y eso es todo.
Era una idea tan nueva para Alicia, que quedó muda durante uno o
dos minutos, lo que dio oportunidad a la Paloma de añadir:
--¡Estás buscando huevos! ¡Si lo sabré yo! ¡Y qué más me da a mí
que seas una niña o una serpiente?
--¡Pues a mí sí me da! --se apresuró a declarar Alicia--. Y además
da la casualidad de que no estoy buscando huevos. Y aunque estuviera buscando
huevos, no querría los tuyos: no me gustan crudos.
--Bueno, pues entonces, lárgate --gruño la Paloma, mientras se
volvía a colocar en el nido.
Alicia se sumergió trabajosamente entre los árboles. El cuello se
le enredaba entre las ramas y tenía que pararse a cada momento para liberarlo.
Al cabo de un rato, recordó que todavía tenía los pedazos de seta, y puso
cuidadosamente manos a la obra, mordisqueando primero uno y luego el otro, y
creciendo unas veces y decreciendo otras, hasta que consiguió recuperar su
estatura normal.
Hacía tanto tiempo que no había tenido un tamaño ni siquiera
aproximado al suyo, que al principio se le hizo un poco extraño. Pero no le
costó mucho acostumbrarse y empezó a hablar consigo misma como solía.
--¡Vaya, he realizado la mitad de mi plan! ¡Qué desconcertantes
son estos cambios! ¡No puede estar una segura de lo que va a ser al minuto
siguiente! Lo cierto es que he recobrado mi estatura normal. El próximo objetivo
es entrar en aquel precioso jardín... Me pregunto cómo me las arreglaré para
lograrlo.
Mientras decía estas palabras, llegó a un claro del bosque, donde
se alzaba una casita de poco más de un metro de altura.
--Sea quien sea el que viva allí --pensó Alicia--, no puedo
presentarme con este tamaño. ¡Se morirían del susto!
Así pues, empezó a mordisquear una vez más el pedacito de la mano
derecha, Y no se atrevió a acercarse a la casita hasta haber reducido su propio
tamaño a unos veinte centímetros.
Capítulo 6 - CERDO Y
PIMIENTA
Alicia se quedó mirando la casa uno o dos minutos, y preguntándose
lo que iba a hacer, cuando de repente salió corriendo del bosque un lacayo con
librea (a Alicia le pareció un lacayo porque iba con librea; de no ser así, y
juzgando sólo por su cara, habría dicho que era un pez) y golpeó enérgicamente
la puerta con los nudillos. Abrió la puerta otro lacayo de librea, con una cara
redonda y grandes ojos de rana. Y los dos lacayos, observó Alicia, llevaban el
pelo empolvado y rizado. Le entró una gran curiosidad por saber lo que estaba
pasando y salió cautelosamente del bosque para oír lo que decían.
El lacayo-pez empezó por sacarse de debajo del brazo una gran
carta, casi tan grande como él, y se la entregó al otro lacayo, mientras decía
en tono solemne:
--Para la Duquesa. Una invitación de la Reina para jugar al
croquet.
El lacayo-rana lo repitió, en el mismo tono solemne, pero
cambiando un poco el orden de las palabras:
--De la Reina. Una invitación para la Duquesa para jugar al croquet.
Después los dos hicieron una profunda reverencia, y los empolvados
rizos entrechocaron y se enredaron.
A Alicia le dio tal ataque de risa que tuvo que correr a
esconderse en el bosque por miedo a que la oyeran. Y, cuando volvió a asomarse,
el lacayo-pez se había marchado y el otro estaba sentado en el suelo junto a la
puerta, mirando estúpidamente el cielo.
Alicia se acercó tímidamente y llamó a la puerta.
--No sirve de nada llamar --dijo el lacayo--, y esto por dos
razones. Primero, porque yo estoy en el mismo lado de la puerta que tú;
segundo, porque están armando tal ruido dentro de la casa, que es imposible que
te oigan.
Y efectivamente del interior de la casa salía un ruido espantoso:
aullidos, estornudos y de vez en cuando un estrepitoso golpe, como si un plato
o una olla se hubiera roto en mil pedazos.
--Dígame entonces, por favor --preguntó Alicia--, qué tengo que
hacer para entrar.
--Llamar a la puerta serviría de algo --siguió el lacayo sin
escucharla--, si tuviéramos la puerta entre nosotros dos. Por ejemplo, si tú
estuvieras dentro, podrías llamar, y yo podría abrir para que salieras, sabes.
Había estado mirando todo el rato hacia el cielo, mientras
hablaba, y esto le pareció a Alicia decididamente una grosería. «Pero a lo
mejor no puede evitarlo», se dijo para sus adentros. «¡Tiene los ojos tan
arriba de la cabeza! Aunque por lo menos podría responder cuando se le pregunta
algo».
--¿Qué tengo que hacer para entrar? --repitió ahora en voz alta.
--Yo estaré sentado aquí --observó el lacayo-- hasta mañana...
En este momento la puerta de la casa se abrió, y un gran plato
salió zumbando por los aires, en dirección a la cabeza del lacayo: le rozó la
nariz y fue a estrellarse contra uno de los árboles que había detrás.
--... o pasado mañana, quizás --continuó el lacayo en el mismo
tono de voz, como si no hubiese pasado absolutamente nada.
--¿Qué tengo que hacer para entrar? --volvió a preguntar Alicia
alzando la voz.
--Pero ¿tienes realmente que entrar? --dijo el lacayo--. Esto es
lo primero que hay que aclarar, sabes.
Era la pura verdad, pero a Alicia no le gustó nada que se lo
dijeran.
--¡Qué pesadez! --masculló para sí--. ¡Qué manera de razonar
tienen todas estas criaturas! ¡Hay para volverse loco!
Al lacayo le pareció ésta una buena oportunidad para repetir su
observación, con variaciones:
--Estaré sentado aquí --dijo-- días y días.
--Pero ¿qué tengo que hacer yo? --insistió Alicia.
--Lo que se te antoje --dijo el criado, y empezó a silbar.
--¡Oh, no sirve para nada hablar con él! --murmuró Alicia
desesperada--. ¡Es un perfecto idiota!
Abrió la puerta y entró en la casa.
La puerta daba directamente a una gran cocina, que estaba
completamente llena de humo. En el centro estaba la Duquesa, sentada sobre un
taburete de tres patas y con un bebé en los brazos. La cocinera se inclinaba
sobre el fogón y revolvía el interior de un enorme puchero que parecía estar
lleno de sopa.
--¡Esta sopa tiene por descontado demasiada pimienta! --se dijo
Alicia para sus adentros, mientras soltaba el primer estornudo.
Donde si había demasiada pimienta era en el aire. Incluso la
Duquesa estornudaba de vez en cuando, y el bebé estornudaba y aullaba
alternativamente, sin un momento de respiro. Los únicos seres que en aquella
cocina no estornudaban eran la cocinera y un rollizo gatazo que yacía cerca del
fuego, con una sonrisa de oreja a oreja.
--¿Por favor, podría usted decirme --preguntó Alicia con timidez,
pues no estaba demasiado segura de que fuera correcto por su parte empezar ella
la conversación-- por qué sonríe su gato de esa manera?
--Es un gato de Cheshire --dijo la Duquesa--, por eso sonríe.
¡Cochino!
Gritó esta última palabra con una violencia tan repentina, que
Alicia estuvo a punto de dar un salto, pero en seguida se dio cuenta de que iba
dirigida al bebé, y no a ella, de modo que recobró el valor y siguió hablando.
--No sabía que los gatos de Cheshire estuvieran siempre sonriendo.
En realidad, ni siquiera sabía que los gatos pudieran sonreír.
--Todos pueden --dijo la Duquesa--, y muchos lo hacen.
--No sabía de ninguno que lo hiciera --dijo Alicia muy
amablemente, contenta de haber iniciado una conversación.
--No sabes casi nada de nada --dijo la Duquesa--. Eso es lo que
ocurre.
A Alicia no le gustó ni pizca el tono de la observación, y decidió
que sería oportuno cambiar de tema. Mientras estaba pensando qué tema elegir,
la cocinera apartó la olla de sopa del fuego, y comenzó a lanzar todo lo que
caía en sus manos contra la Duquesa y el bebé: primero los hierros del hogar,
después una lluvia de cacharros, platos y fuentes. La Duquesa no dio señales de
enterarse, ni siquiera cuando los proyectiles la alcanzaban, y el bebé berreaba
ya con tanta fuerza que era imposible saber si los golpes le dolían o no.
--¡Oh, por favor, tenga usted cuidado con lo que hace! --gritó
Alicia, mientras saltaba asustadísima para esquivar los proyectiles--. ¡Le va a
arrancar su preciosa nariz! --añadió, al ver que un caldero extraordinariamente
grande volaba muy cerca de la cara de la Duquesa.
--Si cada uno se ocupara de sus propios asuntos --dijo la Duquesa
en un gruñido--, el mundo giraría mucho mejor y con menos pérdida de tiempo.
--Lo cual no supondría ninguna ventaja --intervino Alicia, muy
contenta de que se presentara una oportunidad de hacer gala de sus
conocimientos--. Si la tierra girase más aprisa, ¡imagine usted el lío que se
armaría con el día y la noche! Ya sabe que la tierra tarda veinticuatro horas
en ejecutar un giro completo sobre su propio eje...
--Hablando de ejecutar --interrumpió la Duquesa--, ¡que le corten
la cabeza!
Alicia miró a la cocinera con ansiedad, para ver si se disponía a
hacer algo parecido, pero la cocinera estaba muy ocupada revolviendo la sopa y
no parecía prestar oídos a la conversación, de modo que Alicia se animó a
proseguir su lección:
--Veinticuatro horas, creo, ¿o son doce? Yo...
--Tú vas a dejar de fastidiarme --dijo la Duquesa--. ¡Nunca he
soportado los cálculos!
Y empezó a mecer nuevamente al niño, mientras le cantaba una
especie de nana, y al final de cada verso propinaba al pequeño una fuerte
sacudida.
Grítale y zurra al niñito
si se pone a estornudar,
porque lo hace el bendito
sólo para fastidiar.
CORO
(Con participación de la cocinera y el bebé)
¡Gua! ¡Gua! ¡Gua!
Cuando comenzó la segunda estrofa, la Duquesa lanzó al niño al
aire, recogiéndolo luego al caer, con tal violencia que la criatura gritaba a
voz en cuello. Alicia apenas podía distinguir las palabras:
A mi hijo le grito,
y si estornuda, ¡menuda paliza!
Porque, ¿es que acaso no le gusta
la pimienta cuando le da la gana?
CORO
¡Gua! ¡Gua! ¡Gua!
--¡Ea! ¡Ahora puedes mecerlo un poco tú, si quieres! --dijo la
Duquesa al concluir la canción, mientras le arrojaba el bebé por el aire--. Yo
tengo que ir a arreglarme para jugar al croquet con la Reina.
Y la Duquesa salió apresuradamente de la habitación. La cocinera
le tiró una sartén en el último instante, pero no la alcanzó.
Alicia cogió al niño en brazos con cierta dificultad, pues se
trataba de una criaturita de forma extraña y que forcejeaba con brazos y
piernas en todas direcciones, «como una estrella de mar», pensó Alicia. El
pobre pequeño resoplaba como una maquina de vapor cuando ella lo cogió, y se
encogía y se estiraba con tal furia que durante los primeros minutos Alicia se
las vio y deseó para evitar que se le escabullera de los brazos.
En cuanto encontró el modo de tener el niño en brazos (modo que
consistió en retorcerlo en una especie de nudo, la oreja izquierda y el pie
derecho bien sujetos para impedir que se deshiciera), Alicia lo sacó al aire
libre. «Si no me llevo a este niño conmigo», pensó, «seguro que lo matan en un
día o dos.
¿Acaso no sería un crimen dejarlo en esta casa?» Dijo estas
últimas palabras en alta voz, y el pequeño le respondió con un gruñido (para
entonces había dejado ya de estornudar).
--No gruñas --le riñó Alicia--. Ésa no es forma de expresarse.
El bebé volvió a gruñir, y Alicia le miró la cara con ansiedad,
para ver si le pasaba algo. No había duda de que tenía una nariz muy
respingona, mucho más parecida a un hocico que a una verdadera nariz. Además los
ojos se le estaban poniendo demasiado pequeños para ser ojos de bebé. A Alicia
no le gustaba ni pizca el aspecto que estaba tomando aquello. «A lo mejor es
porque ha estado llorando», pensó, y le miró de nuevo los ojos, para ver si
había alguna lágrima. No, no había lágrimas.
--Si piensas convertirte en un cerdito, cariño --dijo Alicia muy
seria--, yo no querré saber nada contigo. ¡Conque ándate con cuidado!
La pobre criaturita volvió a soltar un quejido (¿o un gruñido? era
imposible asegurarlo), y los dos anduvieron en silencio durante un rato.
Alicia estaba empezando a preguntarse a sí misma: «Y ahora, ¿qué
voy a hacer yo con este chiquillo al volver a mi casa?», cuando el bebé soltó
otro gruñido, con tanta violencia que volvió a mirarlo alarmada. Esta vez no
cabía la menor duda: no era ni más ni menos que un cerdito, y a Alicia le
pareció que sería absurdo seguir llevándolo en brazos.
Así pues, lo dejó en el suelo, y sintió un gran alivio al ver que
echaba a trotar y se adentraba en el bosque.
«Si hubiera crecido», se dijo a sí misma, «hubiera sido un niño
terriblemente feo, pero como cerdito me parece precioso». Y empezó a pensar en
otros niños que ella conocía y a los que les sentaría muy bien convertirse en
cerditos.
«¡Si supiéramos la manera de transformarlos!», se estaba diciendo,
cuando tuvo un ligero sobresalto al ver que el Gato de Cheshire estaba sentado
en la rama de un árbol muy próximo a ella.
El Gato, cuando vio a Alicia, se limitó a sonreír. Parecía tener
buen carácter, pero también tenía unas uñas muy largas Y muchísimos dientes, de
modo que sería mejor tratarlo con respeto.
--Minino de Cheshire --empezó Alicia tímidamente, pues no estaba
del todo segura de si le gustaría este tratamiento: pero el Gato no hizo más
que ensanchar su sonrisa, por lo que Alicia decidió que sí le gustaba--.
Minino de Cheshire, ¿podrías decirme, por favor, qué camino debo
seguir para salir de aquí?
--Esto depende en gran parte del sitio al que quieras llegar
--dijo el Gato.
--No me importa mucho el sitio... --dijo Alicia.
--Entonces tampoco importa mucho el camino que tomes --dijo el
Gato.
--... siempre que llegue a alguna parte --añadió Alicia como
explicación.
--¡Oh, siempre llegarás a alguna parte --aseguró el Gato--, si
caminas lo suficiente!
A Alicia le pareció que esto no tenía vuelta de hoja, y decidió
hacer otra pregunta:
¿Qué clase de gente vive por aquí?
--En esta dirección --dijo el Gato, haciendo un gesto con la pata
derecha-- vive un Sombrerero. Y en esta dirección --e hizo un gesto con la otra
pata-- vive una Liebre de Marzo. Visita al que quieras: los dos están locos.
--Pero es que a mí no me gusta tratar a gente loca --protestó
Alicia.
--Oh, eso no lo puedes evitar --repuso el Gato--. Aquí todos
estamos locos. Yo estoy loco. Tú estás loca.
--¿Cómo sabes que yo estoy loca? --preguntó Alicia.
--Tienes que estarlo afirmó el Gato--, o no habrías venido aquí.
Alicia pensó que esto no demostraba nada. Sin embargo, continuó
con sus preguntas:
--¿Y cómo sabes que tú estás loco?
--Para empezar -repuso el Gato--, los perros no están locos. ¿De
acuerdo?
--Supongo que sí --concedió Alicia.
--Muy bien. Pues en tal caso --siguió su razonamiento el Gato--,
ya sabes que los perros gruñen cuando están enfadados, y mueven la cola cuando
están contentos. Pues bien, yo gruño cuando estoy contento, y muevo la cola
cuando estoy enfadado. Por lo tanto, estoy loco.
--A eso yo le llamo ronronear, no gruñir --dijo Alicia.
--Llámalo como quieras --dijo el Gato--. ¿Vas a jugar hoy al
croquet con la Reina?
--Me gustaría mucho --dijo Alicia--, pero por ahora no me han
invitado.
--Allí nos volveremos a ver --aseguró el Gato, y se desvaneció.
A Alicia esto no la sorprendió demasiado, tan acostumbrada estaba
ya a que sucedieran cosas raras. Estaba todavía mirando hacia el lugar donde el
Gato había estado, cuando éste reapareció de golpe.
--A propósito, ¿qué ha pasado con el bebé? --preguntó--. Me
olvidaba de preguntarlo.
--Se convirtió en un cerdito --contestó Alicia sin inmutarse, como
si el Gato hubiera vuelto de la forma más natural del mundo.
--Ya sabía que acabaría así --dijo el Gato, y desapareció de
nuevo.
Alicia esperó un ratito, con la idea de que quizás aparecería una
vez más, pero no fue así, y, pasados uno o dos minutos, la niña se puso en
marcha hacia la dirección en que le había dicho que vivía la Liebre de Marzo.
--Sombrereros ya he visto algunos --se dijo para sí--. La Liebre
de Marzo será mucho más interesante. Y además, como estamos en mayo, quizá ya
no esté loca... o al menos quizá no esté tan loca como en marzo.
Mientras decía estas palabras, miró hacia arriba, y allí estaba el
Gato una vez más, sentado en la rama de un árbol.
--¿Dijiste cerdito o cardito? --preguntó el Gato.
--Dije cerdito --contestó Alicia--. ¡Y a ver si dejas de andar
apareciendo y desapareciendo tan de golpe! ¡Me da mareo!
--De acuerdo --dijo el Gato.
Y esta vez desapareció despacito, con mucha suavidad, empezando
por la punta de la cola y terminando por la sonrisa, que permaneció un rato
allí, cuando el resto del Gato ya había desaparecido.
--¡Vaya! --se dijo Alicia--. He visto muchísimas veces un gato sin
sonrisa, ¡pero una sonrisa sin gato! ¡Es la cosa más rara que he visto en toda
mi vida!
No tardó mucho en llegar a la casa de la Liebre de Marzo. Pensó
que tenía que ser forzosamente aquella casa, porque las chimeneas tenían forma
de largas orejas y el techo estaba recubierto de piel. Era una casa tan grande,
que no se atrevió a acercarse sin dar antes un mordisquito al pedazo de seta de
la mano izquierda, con lo que creció hasta una altura de unos dos palmos. Aún
así, se acercó con cierto recelo, mientras se decía a sí misma:
--¿Y si estuviera loca de verdad? ¡Empiezo a pensar que tal vez
hubiera sido mejor ir a ver al Sombrerero!
Capítulo 7 - UNA
MERIENDA DE LOCOS
Habían puesto la mesa debajo de un árbol, delante de la casa, y la
Liebre de Marzo y el Sombrerero estaban tomando el té. Sentado entre ellos
había un Lirón, que dormía profundamente, y los otros dos lo hacían servir de
almohada, apoyando los codos sobre él, y hablando por encima de su cabeza. «Muy
incómodo para el Lirón», pensó Alicia. «Pero como está dormido, supongo que no
le importa».
La mesa era muy grande, pero los tres se apretujaban muy juntos en
uno de los extremos.
--¡No hay sitio! --se pusieron a gritar, cuando vieron que se
acercaba Alicia.
--¡Hay un montón de sitio! --protestó Alicia indignada, y se sentó
en un gran sillón a un extremo de la mesa.
--Toma un poco de vino --la animó la Liebre de Marzo.
Alicia miró por toda la mesa, pero allí sólo había té.
--No veo ni rastro de vino --observó.
--Claro. No lo hay --dijo la Liebre de Marzo.
--En tal caso, no es muy correcto por su parte andar ofreciéndolo
--dijo Alicia enfadada.
--Tampoco es muy correcto por tu parte sentarte con nosotros sin
haber sido invitada --dijo la Liebre de Marzo.
--No sabía que la mesa era suya --dijo Alicia--. Está puesta para
muchas más de tres personas.
--Necesitas un buen corte de pelo --dijo el Sombrerero.
Había estado observando a Alicia con mucha curiosidad, y estas
eran sus primeras palabras.
--Debería aprender usted a no hacer observaciones tan personales
--dijo Alicia con acritud--. Es de muy mala educación.
Al oír esto, el Sombrerero abrió unos ojos como naranjas, pero lo
único que dijo fue:
--¿En qué se parece un cuervo a un escritorio?
«¡Vaya, parece que nos vamos a divertir!», pensó Alicia. «Me
encanta que hayan empezado a jugar a las adivinanzas.» Y añadió en voz alta:
--Creo que sé la solución.
--¿Quieres decir que crees que puedes encontrar la solución?
--preguntó la Liebre de Marzo.
--Exactamente --contestó Alicia.
--Entonces debes decir lo que piensas --siguió la Liebre de Marzo.
--Ya lo hago --se apresuró a replicar Alicia-. O al menos... al
menos pienso lo que digo... Viene a ser lo mismo, ¿no?
--¿Lo mismo? ¡De ninguna manera! --dijo el Sombrerero-. ¡En tal
caso, sería lo mismo decir «veo lo que como» que «como lo que veo»!
--¡Y sería lo mismo decir --añadió la Liebre de Marzo- «me gusta
lo que tengo» que «tengo lo que me gusta»!
--¡Y sería lo mismo decir --añadió el Lirón, que parecía hablar en
medio de sus sueños- «respiro cuando duermo» que «duermo cuando respiro»!
--Es lo mismo en tu caso --dijo el Sombrerero.
Y aquí la conversación se interrumpió, y el pequeño grupo se
mantuvo en silencio unos instantes, mientras Alicia intentaba recordar todo lo
que sabía de cuervos y de escritorios, que no era demasiado.
El Sombrerero fue el primero en romper el silencio.
--¿Qué día del mes es hoy? --preguntó, dirigiéndose a Alicia.
Se había sacado el reloj del bolsillo, y lo miraba con ansiedad, propinándole
violentas sacudidas y llevándoselo una y otra vez al oído.
Alicia reflexionó unos instantes.
--Es día cuatro dijo por fin.
--¡Dos días de error! --se lamentó el Sombrerero, y, dirigiéndose
amargamente a la Liebre de Marzo, añadió--: ¡Ya te dije que la mantequilla no
le sentaría bien a la maquinaria!
--Era mantequilla de la mejor --replicó la Liebre muy compungida.
--Sí, pero se habrán metido también algunas migajas --gruñó el
Sombrerero--.
No debiste utilizar el cuchillo del pan.
La Liebre de Marzo cogió el reloj y lo miró con aire melancólico:
después lo sumergió en su taza de té, y lo miró de nuevo. Pero no se le ocurrió
nada mejor que decir y repitió su primera observación:
--Era mantequilla de la mejor, sabes.
Alicia había estado mirando por encima del hombro de la Liebre con
bastante curiosidad.
--¡Qué reloj más raro! --exclamó--. ¡Señala el día del mes, y no
señala la hora que es!
--¿Y por qué habría de hacerlo? --rezongó el Sombrerero--. ¿Señala
tu reloj el año en que estamos?
--Claro que no --reconoció Alicia con prontitud--. Pero esto es
porque está tanto tiempo dentro del mismo año.
--Que es precisamente lo que le pasa al mío --dijo el Sombrerero.
Alicia quedó completamente desconcertada. Las palabras del
Sombrerero no parecían tener el menor sentido.
--No acabo de comprender --dijo, tan amablemente como pudo.
--El Lirón se ha vuelto a dormir -dijo el Sombrerero, y le echó un
poco de té caliente en el hocico.
El Lirón sacudió la cabeza con impaciencia, y dijo, sin abrir los
ojos:
--Claro que sí, claro que sí. Es justamente lo que yo iba a decir.
--¿Has encontrado la solución a la adivinanza? --preguntó el
Sombrerero, dirigiéndose de nuevo a Alicia.
--No. Me doy por vencida. ¿Cuál es la solución?
--No tengo la menor idea -dijo el Sombrerero.
--Ni yo --dijo la Liebre de Marzo.
Alicia suspiró fastidiada.
--Creo que ustedes podrían encontrar mejor manera de matar el
tiempo --dijo-- que ir proponiendo adivinanzas sin solución.
--Si conocieras al Tiempo tan bien como lo conozco yo --dijo el Sombrerero--,
no hablarías de matarlo. ¡El Tiempo es todo un personaje!
--No sé lo que usted quiere decir --protestó Alicia.
--¡Claro que no lo sabes! --dijo el Sombrerero, arrugando la nariz
en un gesto de desprecio--. ¡Estoy seguro de que ni siquiera has hablado nunca
con el Tiempo!
--Creo que no --respondió Alicia con cautela--. Pero en la clase
de música tengo que marcar el tiempo con palmadas.
--¡Ah, eso lo explica todo! --dijo el Sombrerero--. El Tiempo no
tolera que le den palmadas. En cambio, si estuvieras en buenas relaciones con
él, haría todo lo que tú quisieras con el reloj. Por ejemplo, supón que son las
nueve de la mañana, justo la hora de empezar las clases, pues no tendrías más
que susurrarle al Tiempo tu deseo y el Tiempo en un abrir y cerrar de ojos
haría girar las agujas de tu reloj. ¡La una y media! ¡Hora de comer!
(«¡Cómo me gustaría que lo fuera ahora!», se dijo la Liebre de
Marzo para sí en un susurro).
--Sería estupendo, desde luego --admitió Alicia, pensativa--. Pero
entonces todavía no tendría hambre, ¿no le parece?
--Quizá no tuvieras hambre al principio --dijo el Sombrerero--.
Pero es que podrías hacer que siguiera siendo la una y media todo el rato que
tú quisieras.
--¿Es esto lo que ustedes hacen con el Tiempo? --preguntó Alicia.
El Sombrerero movió la cabeza con pesar.
--¡Yo no! --contestó--. Nos peleamos el pasado marzo, justo antes
de que ésta se volviera loca, sabes (y señaló con la cucharilla hacia la Liebre
de Marzo).
--¿Ah, si?-- preguntó Alicia interesada.
--Si. Sucedió durante el gran concierto que ofreció la Reina de
Corazones, y en el que me tocó cantar a mí.
--¿Y que cantaste?-- preguntó Alicia.
--Pues canté:
"Brilla, brilla, ratita alada,
¿En que estás tan atareada"?
--Porque esa canción la conocerás, ¿no?
--Quizá me suene de algo, pero no estoy segura-- dijo Alicia.
--Tiene más estrofas --siguió el Sombrerero--. Por ejemplo:
"Por sobre el Universo vas volando,
con una bandeja de teteras llevando.
Brilla, brilla..."
Al llegar a este punto, el Lirón se estremeció y empezó a
canturrear en sueños: «brilla, brilla, brilla, brilla... », y estuvo así tanto
rato que tuvieron que darle un buen pellizco para que se callara.
--Bueno --siguió contando su historia el Sombrerero--. Lo cierto
es que apenas había terminado yo la primera estrofa, cuando la Reina se puso a
gritar:
«¡Vaya forma estúpida de matar el tiempo! ¡Que le corten la
cabeza!»
--¡Qué barbaridad! ¡Vaya fiera! --exclamó Alicia.
--Y desde entonces --añadió el Sombrerero con una voz
tristísima--, el Tiempo cree que quise matarlo y no quiere hacer nada por mí.
Ahora son siempre las seis de la tarde.
Alicia comprendió de repente todo lo que allí ocurría.
--¿Es ésta la razón de que haya tantos servicios de té encima de
la mesa? --preguntó.
--Sí, ésta es la razón --dijo el Sombrerero con un suspiro--.
Siempre es la hora del té, y no tenemos tiempo de lavar la vajilla entre té y
té.
--¿Y lo que hacen es ir dando la vuelta? a la mesa, verdad?
--preguntó Alicia.
--Exactamente --admitió el Sombrerero--, a medida que vamos ensuciando
las tazas.
--Pero, ¿qué pasa cuando llegan de nuevo al principio de la mesa?
--se atrevió a preguntar Alicia.
--¿Y si cambiáramos de conversación? --los interrumpió la Liebre
de Marzo con un bostezo--. Estoy harta de todo este asunto. Propongo que esta
señorita nos cuente un cuento.
--Mucho me temo que no sé ninguno --se apresuró a decir Alicia,
muy alarmada ante esta proposición.
--¡Pues que lo haga el Lirón! --exclamaron el Sombrerero y la
Liebre de Marzo--. ¡Despierta, Lirón!
Y empezaron a darle pellizcos uno por cada lado.
El Lirón abrió lentamente los ojos.
--No estaba dormido --aseguró con voz ronca y débil--. He estado
escuchando todo lo que decíais, amigos.
--¡Cuéntanos un cuento! --dijo la Liebre de Marzo.
--¡Sí, por favor! --imploró Alicia.
--Y date prisa --añadió el Sombrerero--. No vayas a dormirte otra
vez antes de terminar.
--Había una vez tres hermanitas empezó apresuradamente el Lirón--,
y se llamaban Elsie, Lacie y Tilie, y vivían en el fondo de un pozo...
--¿Y de qué se alimentaban? --preguntó Alicia, que siempre se
interesaba mucho por todo lo que fuera comer y beber.
--Se alimentaban de melaza --contestó el Lirón, después de
reflexionar unos segundos.
--No pueden haberse alimentado de melaza, sabe --observó Alicia
con amabilidad--. Se habrían puesto enfermísimas.
--Y así fue --dijo el Lirón--. Se pusieron de lo más enfermísimas.
Alicia hizo un esfuerzo por imaginar lo que sería vivir de una
forma tan extraordinaria, pero no lo veía ni pizca claro, de modo que siguió
preguntando:
--Pero, ¿por qué vivían en el fondo de un pozo?
--Toma un poco más de té --ofreció solícita la Liebre de Marzo.
--Hasta ahora no he tomado nada --protestó Alicia en tono
ofendido--, de modo que no puedo tomar más.
--Quieres decir que no puedes tomar menos --puntualizó el
Sombrerero--. Es mucho más fácil tomar más que nada.
--Nadie le pedía su opinión --dijo Alicia.
--¿Quién está haciendo ahora observaciones personales? --preguntó
el Sombrerero en tono triunfal.
Alicia no supo qué contestar a esto. Así pues, optó por servirse
un poco de té y pan con mantequilla. Y después, se volvió hacia el Lirón y le
repitió la misma pregunta: --¿Por qué vivían en el fondo de un pozo?
El Lirón se puso a cavilar de nuevo durante uno o dos minutos, y
entonces dijo:
--Era un pozo de melaza.
--¡No existe tal cosa!
Alicia había hablado con energía, pero el Sombrerero y la Liebre
de Marzo la hicieron callar con sus «¡Chst! ¡Chst!», mientras el Lirón
rezongaba indignado:
--Si no sabes comportarte con educación, mejor será que termines
tú el cuento.
--No, por favor, ¡continúe! --dijo Alicia en tono humilde--. No
volveré a interrumpirle. Puede que en efecto exista uno de estos pozos.
--¡Claro que existe uno! -exclamó el Lirón indignado. Pero, sin
embargo, estuvo dispuesto a seguir con el cuento--. Así pues, nuestras tres
hermanitas... estaban aprendiendo a dibujar, sacando...
--¿Qué sacaban? --preguntó Alicia, que ya había olvidado su
promesa.
--Melaza --contestó el Lirón, sin tomarse esta vez tiempo para
reflexionar.
--Quiero una taza limpia --les interrumpió el Sombrerero--.
Corrámonos todos un sitio.
Se cambió de silla mientras hablaba, y el Lirón le siguió: la
Liebre de Marzo pasó a ocupar el sitio del Lirón, y Alicia ocupó a
regañadientes el asiento de la Liebre de Marzo. El Sombrerero era el único que
salía ganando con el cambio, y Alicia estaba bastante peor que antes, porque la
Liebre de Marzo acababa de derramar la leche dentro de su plato.
Alicia no quería ofender otra vez al Lirón, de modo que empezó a
hablar con mucha prudencia:
--Pero es que no lo entiendo. ¿De donde sacaban la melaza?
--Uno puede sacar agua de un pozo de agua --dijo el Sombrerero--,
¿por qué no va a poder sacar melaza de un pozo de melaza? ¡No seas estúpida!
--Pero es que ellas estaban dentro, bien adentro --le dijo Alicia
al Lirón, no queriéndose dar por enterada de las últimas palabras del
Sombrerero.
--Claro que lo estaban --dijo el Lirón--. Estaban de lo más
requetebién.
Alicia quedó tan confundida al ver que el Lirón había entendido
algo distinto a lo que ella quería decir, que no volvió a interrumpirle durante
un ratito.
--Nuestras tres hermanitas estaban aprendiendo, pues, a dibujar
--siguió el Lirón, bostezando y frotándose los ojos, porque le estaba entrando
un sueño terrible--, y dibujaban todo tipo de cosas... todo lo que empieza con
la letra M...
--¿Por qué con la M? --preguntó Alicia.
--¿Y por qué no? --preguntó la Liebre de Marzo.
Alicia guardó silencio.
Para entonces, el Lirón había cerrado los ojos y empezaba a
cabecear. Pero, con los pellizcos del Sombrerero, se despertó de nuevo, soltó
un gritito y siguió la narración: --... lo que empieza con la letra M, como
matarratas, mundo, memoria y mucho... muy, en fin todas esas cosas. Mucho,
digo, porque ya sabes, como cuando se dice "un mucho más que un
menos". ¿Habéis visto alguna vez el dibujo de un «mucho»?
--Ahora que usted me lo pregunta --dijo Alicia, que se sentía
terriblemente confusa--, debo reconocer que yo no pienso...
--¡Pues si no piensas, cállate! --la interrumpió el Sombrerero.
Esta última grosería era más de lo que Alicia podía soportar: se
levantó muy disgustada y se alejó de allí. El Lirón cayó dormido en el acto, y
ninguno de los otros dio la menor muestra de haber advertido su marcha, aunque
Alicia miró una o dos veces hacia atrás, casi esperando que la llamaran. La
última vez que los vio estaban intentando meter al Lirón dentro de la tetera.
--¡Por nada del mundo volveré a poner los pies en ese lugar! --se
dijo Alicia, mientras se adentraba en el bosque--. ¡Es la merienda más estúpida
a la que he asistido en toda mi vida!
Mientras decía estas palabras, descubrió que uno de los árboles
tenía una puerta en el tronco.
--¡Qué extraño! --pensó--. Pero todo es extraño hoy. Creo que lo
mejor será que entre en seguida.
Y entró en el árbol.
Una vez más se encontró en el gran vestíbulo, muy cerca de la
mesita de cristal. «Esta vez haré las cosas mucho mejor», se dijo a sí misma. Y
empezó por coger la llavecita de oro y abrir la puerta que daba al jardín.
Entonces se puso a mordisquear cuidadosamente la seta (se había guardado un
pedazo en el bolsillo), hasta que midió poco más de un palmo. Entonces se
adentró por el estrecho pasadizo. Y entonces... entonces estuvo por fin en el
maravilloso jardín, entre las flores multicolores y las frescas fuentes.
Capítulo 8 - EL
CROQUET DE LA REINA
Un gran rosal se alzaba cerca de la entrada del jardín: sus rosas
eran blancas, pero había allí tres jardineros ocupados en pintarlas de rojo. A
Alicia le pareció muy extraño, y se acercó para averiguar lo que pasaba, y al
acercarse a ellos oyó que uno de los jardineros decía:
--¡Ten cuidado, Cinco! ¡No me salpiques así de pintura!
--No es culpa mía --dijo Cinco, en tono dolido--. Siete me ha dado
un golpe en el codo.
Ante lo cual, Siete levantó los ojos dijo:
--¡Muy bonito, Cinco! ¡Échale siempre la culpa a los demás!
--¡Mejor será que calles esa boca! --dijo Cinco--. ¡Ayer mismo oí
decir a la Reina que debían cortarte la cabeza!
--¿Por qué? --preguntó el que había hablado en primer lugar.
--¡Eso no es asunto tuyo, Dos! --dijo Siete.
--¡Sí es asunto suyo! --protestó Cinco--. Y voy a decírselo: fue
por llevarle a la cocinera bulbos de tulipán en vez de cebollas.
Siete tiró la brocha al suelo y estaba empezando a decir: «¡Vaya!
De todas las injusticias...», cuando sus ojos se fijaron casualmente en Alicia,
que estaba allí observándolos, y se calló en el acto. Los otros dos se
volvieron también hacia ella, y los tres hicieron una profunda reverencia.
--¿Querrían hacer el favor de decirme --empezó Alicia con cierta
timidez-- por qué están pintando estas rosas?
Cinco y Siete no dijeron nada, pero miraron a Dos. Dos empezó en
una vocecita temblorosa:
--Pues, verá usted, señorita, el hecho es que esto tenía que haber
sido un rosal rojo, y nosotros plantamos uno blanco por equivocación, y, si la
Reina lo descubre, nos cortarán a todos la cabeza, sabe. Así que, ya ve,
señorita, estamos haciendo lo posible, antes de que ella llegue, para...
En este momento, Cinco, que había estado mirando ansiosamente por
el jardín, gritó: «¡La Reina! ¡La Reina!», y los tres jardineros se arrojaron
inmediatamente de bruces en el suelo. Se oía un ruido de muchos pasos, y Alicia
miró a su alrededor, ansiosa por ver a la Reina.
Primero aparecieron diez soldados, enarbolando tréboles. Tenían la
misma forma que los tres jardineros, oblonga y plana, con las manos y los pies
en las esquinas. Después seguían diez cortesanos, adornados enteramente con
diamantes, y formados, como los soldados, de dos en dos. A continuación venían
los infantes reales; eran también diez, y avanzaban saltando, cogidos de la
mano de dos en dos, adornados con corazones. Después seguían los invitados,
casi todos reyes y reinas, y entre ellos Alicia reconoció al Conejo Blanco:
hablaba atropelladamente, muy nervioso, sonriendo sin ton ni son, y no advirtió
la presencia de la niña. A continuación venía el Valet de Corazones, que
llevaba la corona del Rey sobre un cojín de terciopelo carmesí. Y al final de
este espléndido cortejo avanzaban EL REY Y LA REINA DE CORAZONES.
Alicia estaba dudando si debería o no echarse de bruces como los
tres jardineros, pero no recordaba haber oído nunca que tuviera uno que hacer
algo así cuando pasaba un desfile. «Y además», pensó, «¿de qué serviría un
desfile, si todo el mundo tuviera que echarse de bruces, de modo que no pudiera
ver nada?» Así pues, se quedó quieta donde estaba, y esperó.
Cuando el cortejo llegó a la altura de Alicia, todos se detuvieron
y la miraron, y la Reina preguntó severamente:
--¿Quién es ésta?
La pregunta iba dirigida al Valet de Corazones, pero el Valet no
hizo más que inclinarse y sonreír por toda respuesta.
--¡Idiota! --dijo la Reina, agitando la cabeza con impaciencia, y,
volviéndose hacia Alicia, le preguntó--: ¿Cómo te llamas, niña?
--Me llamo Alicia, para servir a Su Majestad --contestó Alicia en
un tono de lo más cortés, pero añadió para sus adentros: «Bueno, a fin de
cuentas, no son más que una baraja de cartas. ¡No tengo por qué sentirme
asustada!»
--¿Y quiénes son éstos? --siguió preguntando la Reina, mientras señalaba
a los tres jardineros que yacían en torno al rosal.
Porque, claro, al estar de bruces sólo se les veía la parte de
atrás, que era igual en todas las cartas de la baraja, y la Reina no podía
saber si eran jardineros, o soldados, o cortesanos, o tres de sus propios
hijos.
--¿Cómo voy a saberlo yo? --replicó Alicia, asombrada de su propia
audacia--.
¡No es asunto mío!
La Reina se puso roja de furia, y, tras dirigirle una mirada
fulminante y feroz, empezó a gritar:
--¡Que le corten la cabeza! ¡Que le corten...!
--¡Tonterías! --exclamó Alicia, en voz muy alta y decidida.
Y la Reina se calló.
El Rey le puso la mano en el brazo, y dijo con timidez:
Considera, cariño, que sólo se trata de una niña!
La Reina se desprendió furiosa de él, y dijo al Valet:
--¡Dales la vuelta a éstos!
Y así lo hizo el Valet, muy cuidadosamente, con un pie.
--¡Arriba! --gritó la Reina, en voz fuerte y detonante.
Y los tres jardineros se pusieron en pie de un salto, y empezaron
a hacer profundas reverencias al Rey, a la Reina, a los infantes reales, al
Valet y a todo el mundo.
--¡Basta ya! --gritó la Reina--. ¡Me estáis poniendo nerviosa! --Y
después, volviéndose hacia el rosal, continuó--: ¡Qué diablos habéis estado
haciendo aquí?
--Con la venia de Su Majestad --empezó a explicar Dos, en tono muy
humilde, e hincando en el suelo una rodilla mientras hablaba--, estábamos
intentando...
--¡Ya lo veo! --estalló la Reina, que había estado examinando las
rosas ¡Que les corten la cabeza!
Y el cortejo se puso de nuevo en marcha, aunque tres soldados se
quedaron allí para ejecutar a los desgraciados jardineros, que corrieron a
refugiarse junto a Alicia.
--¡No os cortarán la cabeza! --dijo Alicia, y los metió en una
gran maceta que había allí cerca.
Los tres soldados estuvieron algunos minutos dando vueltas por
allí, buscando a los jardineros, y después se marcharon tranquilamente tras el
cortejo.
--¿Han perdido sus cabezas? --gritó la Reina.
--Sí, sus cabezas se han perdido, con la venia de Su Majestad
--gritaron los soldados como respuesta.
--¡Muy bien! --gritó la Reina--. ¿Sabes jugar al croquet?
Los soldados guardaron silencio, y volvieron la mirada hacia
Alicia, porque era evidente que la pregunta iba dirigida a ella.
--¡Sí! --gritó Alicia.
--¡Pues andando! --vociferó la Reina.
Y Alicia se unió al cortejo, preguntándose con gran curiosidad qué
iba a suceder a continuación.
--Hace... ¡hace un día espléndido! --murmuró a su lado una tímida
vocecilla.
Alicia estaba andando al lado del Conejo Blanco, que la miraba con
ansiedad.
--Mucho --dijo Alicia--. ¿Dónde está la Duquesa?
--¡Chitón! ¡Chit6n! --dijo el Conejo en voz baja y apremiante.
Miraba ansiosamente a sus espaldas mientras hablaba, y después se puso de
puntillas, acercó el hocico a la oreja de Alicia y susurró--: Ha sido condenada
a muerte.
--¿Por qué motivo? --quiso saber Alicia.
--¿Has dicho «pobrecilla»? --preguntó el Conejo.
--No, no he dicho eso. No creo que sea ninguna «pobrecilla». He
dicho: ¿Por qué motivo?»
--Le dio un sopapo a la Reina... --empezó a decir el Conejo, y a
Alicia le dio un ataque de risa--. ¡Chitón! ¡Chitón! --suplicó el Conejo con
una vocecilla aterrada--. ¡Va a oírte la Reina! Lo ocurrido fue que la Duquesa
llegó bastante tarde, y la Reina dijo...
--¡Todos a sus sitios! --gritó la Reina con voz de trueno.
Y todos se pusieron a correr en todas direcciones, tropezando unos
con otros.
Sin embargo, unos minutos después ocupaban sus sitios, y empezó el
partido.
Alicia pensó que no había visto un campo de croquet tan raro como
aquél en toda su vida. Estaba lleno de montículos y de surcos. as bolas eran
erizos vivos, los mazos eran flamencos vivos, y los soldados tenían que
doblarse y ponerse a cuatro patas para formar los aros.
La dificultad más grave con que Alicia se encontró al principio
fue manejar a su flamenco. Logró dominar al pajarraco metiéndoselo debajo del
brazo, con las patas colgando detrás, pero casi siempre, cuando había logrado
enderezarle el largo cuello y estaba a punto de darle un buen golpe al erizo
con la cabeza del flamenco, éste torcía el cuello y la miraba derechamente a
los ojos con tanta extrañeza, que Alicia no podía contener la risa. Y cuando le
había vuelto a bajar la cabeza y estaba dispuesta a empezar de nuevo, era muy
irritante descubrir que el erizo se había desenroscado y se alejaba arrastrándose.
Por si todo esto no bastara, siempre había un montículo o un surco en la
dirección en que ella quería lanzar al erizo, y, como además los soldados
doblados en forma de aro no paraban de incorporarse y largarse a otros puntos
del campo, Alicia llegó pronto a la conclusión de que se trataba de una partida
realmente difícil.
Los jugadores jugaban todos a la vez, sin esperar su turno,
discutiendo sin cesar y disputándose los erizos. Y al poco rato la Reina había
caído en un paroxismo de furor y andaba de un lado a otro dando patadas en el
suelo y gritando a cada momento «¡Que le corten a éste la cabeza!» o «¡Que le
corten a ésta la cabeza!».
Alicia empezó a sentirse incómoda: a decir verdad ella no había
tenido todavía ninguna disputa con la Reina, pero sabía que podía suceder en
cualquier instante. «Y entonces», pensaba, «¿qué será de mí? Aquí todo lo
arreglan cortando cabezas. Lo extraño es que quede todavía alguien con
vida!»Estaba buscando pues alguna forma de escapar, Y preguntándose si podría
irse de allí sin que la vieran, cuando advirtió una extraña aparición en el
aire.
Al principio quedó muy desconcertada, pero, después de observarla
unos minutos, descubrió que se trataba de una sonrisa, y se dijo:
--Es el Gato de Cheshire. Ahora tendré alguien con quien poder
hablar.
--¿Qué tal estás? --le dijo el Gato, en cuanto tuvo hocico
suficiente para poder hablar.
Alicia esperó hasta que aparecieron los ojos, y entonces le saludó
con un gesto. «De nada servirá que le hable», pensó, «hasta que tenga orejas, o
al menos una de ellas». Un minuto después había aparecido toda la cabeza, Y
entonces Alicia dejó en el suelo su flamenco y empezó a contar lo que, ocurría
en el juego, muy contenta de tener a alguien que la escuchara. El Gato creía
sin duda que su parte visible era ya suficiente, y no apareció nada más.
--Me parece que no juegan ni un poco limpio --empezó Alicia en
tono quejumbroso--, y se pelean de un modo tan terrible que no hay quien se
entienda, y no parece que haya reglas ningunas... Y, si las hay, nadie hace
caso de ellas... Y no puedes imaginar qué lío es el que las cosas estén vivas.
Por ejemplo, allí va el aro que me tocaba jugar ahora, ¡justo al
otro lado del campo! ¡Y le hubiera dado ahora mismo al erizo de la Reina, pero
se largó cuando vio que se acercaba el mío!
--¿Qué te parece la Reina? --dijo el Gato en voz baja.
--No me gusta nada --dijo Alicia . Es tan exagerada... --En este
momento, Alicia advirtió que la Reina estaba justo detrás de ella, escuchando
lo que decía, de modo que siguió--: ... tan exageradamente dada a ganar, que no
merece la pena terminar la partida.
La Reina sonrió y reanudó su camino.
--¿Con quién estás hablando? --preguntó el Rey, acercándose a
Alicia y mirando la cabeza del Gato con gran curiosidad.
--Es un amigo mío... un Gato de Cheshire --dijo Alicia--. Permita
que se lo presente.
--No me gusta ni pizca su aspecto --aseguró el Rey--. Sin embargo,
puede besar mi mano si así lo desea.
--Prefiero no hacerlo --confesó el Gato.
--No seas impertinente --dijo el Rey--, ¡Y no me mires de esta
manera!
Y se refugió detrás de Alicia mientras hablaba.
--Un gato puede mirar cara a cara a un rey --sentenció Alicia--.
Lo he leído en un libro, pero no recuerdo cuál.
--Bueno, pues hay que eliminarlo --dijo el Rey con decisión, y
llamó a la Reina, que precisamente pasaba por allí--. ¡Querida! ¡Me gustaría
que eliminaras a este gato!
Para la Reina sólo existía un modo de resolver los problemas,
fueran grandes o pequeños.
--¡Que le corten la cabeza! --ordenó, sin molestarse siquiera en
echarles una ojeada.
--Yo mismo iré a buscar al verdugo --dijo el Rey apresuradamente.
Y se alejó corriendo de allí.
Alicia pensó que sería mejor que ella volviese al juego y
averiguase cómo iba la partida, pues oyó a lo lejos la voz de la Reina, que
aullaba de furor.
Acababa de dictar sentencia de muerte contra tres de los
jugadores, por no haber jugado cuando les tocaba su turno. Y a Alicia no le
gustaba ni pizca el aspecto que estaba tomando todo aquello, porque la partida
había llegado a tal punto de confusión que le era imposible saber cuándo le
tocaba jugar y cuándo no. Así pues, se puso a buscar su erizo.
El erizo se había enzarzado en una pelea con otro erizo, y esto le
pareció a Alicia una excelente ocasión para hacer una carambola: la única
dificultad era que su flamenco se había largado al otro extremo del jardín, y
Alicia podía verlo allí, aleteando torpemente en un intento de volar hasta las
ramas de un árbol.
Cuando hubo recuperado a su flamenco y volvió con el, la pelea
había terminado, y no se veía rastro de ninguno de los erizos. «Pero esto no
tiene demasiada importancia», pensó Alicia, «ya que todos los aros se han
marchado de esta parte del campo». Así pues, sujetó bien al flamenco debajo del
brazo, para que no volviera a escaparse, y se fue a charlar un poco más con su
amigo.
Cuando volvió junto al Gato de Cheshire, quedó sorprendida al ver
que un gran grupo de gente se había congregado a su alrededor. El verdugo, el
Rey y la Reina discutían acaloradamente, hablando los tres a la vez, mientras
los demás guardaban silencio y parecían sentirse muy incómodos.
En cuanto Alicia entró en escena, los tres se dirigieron a ella
para que decidiera la cuestión, y le dieron sus argumentos. Pero, como hablaban
todos a la vez, se le hizo muy difícil entender exactamente lo que le decían.
La teoría del verdugo era que resultaba imposible cortar una
cabeza si no había cuerpo del que cortarla; decía que nunca había tenido que
hacer una cosa parecida en el pasado y que no iba a empezar a hacerla a estas
alturas de su vida.
La teoría del Rey era que todo lo que tenía una cabeza podía ser
decapitado, y que se dejara de decir tonterías.
La teoría de la Reina era que si no solucionaban el problema
inmediatamente, haría cortar la cabeza a cuantos la rodeaban. (Era esta última
amenaza la que hacía que todos tuvieran un aspecto grave y asustado.)A Alicia
sólo se le ocurrió decir:
--El Gato es de la Duquesa. Lo mejor será preguntarle a ella lo
que debe hacerse con él.
--La Duquesa está en la cárcel --dijo la Reina al verdugo--. Ve a
buscarla.
Y el verdugo partió como una flecha.
La cabeza del Gato empezó a desvanecerse a partir del momento en
que el verdugo se fue, y, cuando éste volvió con la Duquesa, había desaparecido
totalmente. Así pues, el Rey y el verdugo empezaron a corretear de un lado a
otro en busca del Gato, mientras el resto del grupo volvía a la partida de
croquet.
Capítulo 9 - LA
HISTORIA DE LA FALSA TORTUGA
--¡No sabes lo contenta que estoy de volver a verte, querida mía!
--dijo la Duquesa, mientras cogía a Alicia cariñosamente del brazo y se la
llevaba a pasear con ella.
Alicia se alegró de encontrarla de tan buen humor, y pensó para
sus adentros que quizá fuera sólo la pimienta lo que la tenía hecha una furia
cuando se conocieron en la cocina. «Cuando yo sea Duquesa», se dijo (aunque no
con demasiadas esperanzas de llegar a serlo), «no tendré ni una pizca de
pimienta en mi cocina. La sopa está muy bien sin pimienta... A lo mejor es la
pimienta lo que pone a la gente de mal humor», siguió pensando, muy contenta de
haber hecho un nuevo descubrimiento, «y el vinagre lo que hace a las personas
agrias.,. y la manzanilla lo que las hace amargas... y... el regaliz y las
golosinas lo que hace que los niños sean dulces. ¡Ojalá la gente lo supiera!
Entonces no serían tan tacaños con los dulces...»
Entretanto, Alicia casi se había olvidado de la Duquesa, y tuvo un
pequeño sobresalto cuando oyó su voz muy cerca de su oído.
--Estás pensando en algo, querida, y eso hace que te olvides de
hablar. No puedo decirte en este instante la moraleja de esto, pero la
recordaré en seguida.
--Quizá no tenga moraleja --se atrevió a observar Alicia.
--¡Calla, calla, criatura! -dijo la Duquesa--. Todo tiene una
moraleja, sólo falta saber encontrarla.
Y se apretujó más estrechamente contra Alicia mientras hablaba. A
Alicia no le gustaba mucho tenerla tan cerca: primero, porque la Duquesa era
muy fea; y, segundo, porque tenía exactamente la estatura precisa para apoyar
la barbilla en el hombro de Alicia, y era una barbilla puntiaguda de lo más
desagradable.
Sin embargo, como no le gustaba ser grosera, lo soportó lo mejor
que pudo.
--La partida va ahora un poco mejor --dijo, en un intento de
reanudar la conversación.
--Así es --afirmó la Duquesa--, y la moraleja de esto es... «Oh,
el amor, el amor. El amor hace girar el mundo.»
--Cierta persona dijo --rezongó Alicia-- que el mundo giraría
mejor si cada uno se ocupara de sus propios asuntos.
--Bueno, bueno. En el fondo viene a ser lo mismo --dijo la
Duquesa, y hundió un poco más la puntiaguda barbilla en el hombro de Alicia al
añadir--: Y la moraleja de esto es...
«¡Qué manía en buscarle a todo una moraleja!», pensó Alicia.
--Me parece que estás sorprendida de que no te pase el brazo por
la cintura --dijo la Duquesa tras unos instantes de silencio--. La razón es que
tengo mis dudas sobre el carácter de tu flamenco. ¿Quieres que intente el
experimento?
--A lo mejor le da un picotazo --replicó prudentemente Alicia, que
no tenía las menores ganas de que se intentara el experimento.
--Es verdad --reconoció la Duquesa--. Los flamencos y la mostaza
pican. Y la moraleja de esto es: «Pájaros de igual plumaje hacen buen
maridaje».
--Sólo que la mostaza no es un pájaro --observó Alicia.
--Tienes toda la razón --dijo la Duquesa--. ¡Con qué claridad
planteas las cuestiones!
--Es un mineral, creo --dijo Alicia.
--Claro que lo es --asintió la Duquesa, que parecía dispuesta a
estar de acuerdo con todo lo que decía Alicia--. Hay una gran mina de mostaza
cerca de aquí. Y la moraleja de esto es...
--¡Ah, ya me acuerdo! --exclamó Alicia, que no había prestado
atención a este último comentario--. Es un vegetal. No tiene aspecto de serlo,
pero lo es.
--Enteramente de acuerdo --dijo la Duquesa--, y la moraleja de
esto es: «Sé lo que quieres parecer» o, si quieres que lo diga de un modo más
simple: «Nunca imagines ser diferente de lo que a los demás pudieras parecer o
hubieses parecido ser si les hubiera parecido que no fueses lo que eres».
--Me parece que esto lo entendería mejor --dijo Alicia
amablemente-- si lo viera escrito, pero tal como usted lo dice no puedo seguir
el hilo.
--¡Esto no es nada comparado con lo que yo podría decir si
quisiera! --afirmó la Duquesa con orgullo.
--¡Por favor, no se moleste en decirlo de una manera más larga!
--imploró Alicia.
--¡Oh, no hables de molestias! --dijo la Duquesa--. Te regalo con
gusto todas las cosas que he dicho hasta este momento.
«¡Vaya regalito!», pensó Alicia. «¡Menos mal que no existen
regalos de cumpleaños de este tipo!» Pero no se atrevió a decirlo en voz alta.
--¿Otra vez pensativa? --preguntó la Duquesa, hundiendo un poco
más la afilada barbilla en el hombro de Alicia.
--Tengo derecho a pensar, ¿no? --replicó Alicia con acritud,
porque empezaba a estar harta de la Duquesa.
--Exactamente el mismo derecho dijo la Duquesa-- que el que tienen
los cerdos a volar, y la mora...
Pero en este punto, con gran sorpresa de Alicia, la voz de la
Duquesa se perdió en un susurro, precisamente en medio de su palabra favorita,
«moraleja», y el brazo con que tenía cogida a Alicia empezó a temblar. Alicia
levantó los ojos, y vio que la Reina estaba delante de ellas, con los brazos
cruzados y el ceño tempestuoso.
--¡Hermoso día, Majestad! --empezó a decir la Duquesa en voz baja
y temblorosa.
--Ahora vamos a dejar las cosas bien claras rugió la Reina, dando
una patada en el suelo mientras hablaba--: ¡O tú o tu cabeza tenéis que
desaparecer del mapa! ¡Y en menos que canta un gallo! ¡Elige!
La Duquesa eligió, y desapareció a toda prisa.
--Y ahora volvamos al juego --le dijo la Reina a Alicia.
Alicia estaba demasiado asustada para decir esta boca es mía, pero
siguió dócilmente a la Reina hacia el campo de croquet.
Los otros invitados habían aprovechado la ausencia de la Reina, y
se habían tumbado a la sombra, pero, en cuanto la vieron, se apresuraron a
volver al juego, mientras la Reina se limitaba a señalar que un segundo de
retraso les costaría la vida.
Todo el tiempo que estuvieron jugando, la Reina no dejó de
pelearse con los otros jugadores, ni dejó de gritar «¡Que le corten a éste la
cabeza!» o «¡Que le corten a ésta la cabeza!» Aquellos a los que condenaba eran
puestos bajo la vigilancia de soldados, que naturalmente tenían que dejar de
hacer de aros, de modo que al cabo de una media hora no quedaba ni un solo aro,
y todos los jugadores, excepto el Rey, la Reina y Alicia, estaban arrestados y
bajo sentencia de muerte.
Entonces la Reina abandonó la partida, casi sin aliento, y le
preguntó a Alicia :
--¿Has visto ya a la Falsa Tortuga?
--No --dijo Alicia--. Ni siquiera sé lo que es una Falsa Tortuga.
--¿Nunca has comido sopa de tortuga? --preguntó la Reina--. Pues
hay otra sopa que parece de tortuga pero no es de auténtica tortuga. La Falsa
Tortuga sirve para hacer esta sopa.
--Nunca he visto ninguna, ni he oído hablar de ella --dijo Alicia.
--¡Andando, pues! --ordenó la Reina--. Y la Falsa Tortuga te
contará su historia.
Mientras se alejaban juntas, Alicia oyó que el Rey decía en voz
baja a todo el grupo: «Quedáis todos perdonados.» «¡Vaya, eso sí que está
bien!», se dijo Alicia, que se sentía muy inquieta por el gran número de
ejecuciones que la Reina había ordenado.
Al poco rato llegaron junto a un Grifo, que yacía profundamente
dormido al sol. (Si no sabéis lo que es un grifo, mirad el dibujo).
--¡Arriba, perezoso! --ordenó la Reina--. Y acompaña a esta
señorita a ver a la Falsa Tortuga y a que oiga su historia. Yo tengo que volver
para vigilar unas cuantas ejecuciones que he ordenado.
Y se alejó de allí, dejando a Alicia sola con el Grifo. A Alicia
no le gustaba nada el aspecto de aquel bicho, pero pensó que, a fin de cuentas,
quizás estuviera más segura si se quedaba con él que si volvía atrás con el
basilisco de la Reina. Así pues, esperó.
El Grifo se incorporó y se frotó los ojos; después estuvo mirando
a la Reina hasta que se perdió de vista; después soltó una carcajada burlona.
--¡Tiene gracia! --dijo el Grifo, medio para sí, medio
dirigiéndose a Alicia.
--¿Qué es lo que tiene gracia? --preguntó Alicia.
--Ella --contestó el Grifo. Todo son fantasías suyas. Nunca
ejecutan a nadie, sabes. ¡Vamos!
«Aquí todo el mundo da órdenes», pensó Alicia, mientras lo seguía
con desgana.
«¡No había recibido tantas órdenes en toda mi vida! ¡Jamás!»No
habían andado mucho cuando vieron a la Falsa Tortuga a lo lejos, sentada triste
y solitaria sobre una roca, y, al acercarse, Alicia pudo oír que suspiraba como
si se le partiera el corazón. Le dio mucha pena.
--¿Qué desgracia le ha ocurrido? --preguntó al Grifo.
Y el Grifo contestó, casi con las mismas palabras de antes:
--Todo son fantasías suyas. No le ha ocurrido ninguna desgracia,
sabes.
¡Vamos!
Así pues, llegaron junto a la Falsa Tortuga, que los miró con sus
grandes ojos llenos de lágrimas, pero no dijo nada.
--Aquí esta señorita -explicó el Grifo-- quiere conocer tu
historia.
--Voy a contársela --dijo la Falsa Tortuga en voz grave y
quejumbrosa--.
Sentaos los dos, y no digáis ni una sola palabra hasta que yo haya
terminado.
Se sentaron pues, y durante unos minutos nadie habló. Alicia se
dijo para sus adentros: «No entiendo cómo va a poder terminar su historia, si
no se decide a empezarla». Pero esperó pacientemente.
--Hubo un tiempo --dijo por fin la Falsa Tortuga, con un profundo
suspiro-- en que yo era una tortuga de verdad.
Estas palabras fueron seguidas por un silencio muy largo, roto
sólo por uno que otro graznido del Grifo y por los constantes sollozos de la
Falsa Tortuga.
Alicia estaba a punto de levantarse y de decir: «Muchas gracias,
señora, por su interesante historia», pero no podía dejar de pensar que tenía
forzosamente que seguir algo más, conque siguió sentada y no dijo nada.
--Cuando éramos pequeñas --siguió por fin la Falsa Tortuga, un
poco más tranquila, pero sin poder todavía contener algún sollozo--, íbamos a
la escuela del mar. El maestro era una vieja tortuga a la que llamábamos Galápago.
--¿Por qué lo llamaban Galápago, si no era un galápago? --preguntó
Alicia.
--Lo llamábamos Galápago porque siempre estaba diciendo que tenía
a «gala» enseñar en una escuela de «pago» --explicó la Falsa Tortuga de mal
humor--.
¡Realmente eres una niña bastante tonta!
--Tendrías que avergonzarte de ti misma por preguntar cosas tan
evidentes --añadió el Grifo.
Y el Grifo y la Falsa Tortuga permanecieron sentados en silencio,
mirando a la pobre Alicia, que hubiera querido que se la tragara la tierra. Por
fin el Grifo le dijo a la Falsa Tortuga:
--Sigue con tu historia, querida. ¡No vamos a pasarnos el día en
esto!
Y la Falsa Tortuga siguió con estas palabras:
--Sí, íbamos a la escuela del mar, aunque tú no lo creas...
--¡Yo nunca dije que no lo creyera! --la interrumpió Alicia.
--Sí lo hiciste --dijo la Falsa Tortuga. --¡Cállate esa boca!
--añadió el Grifo, antes de que Alicia pudiera volver a hablar.
La Falsa Tortuga siguió:
--Recibíamos una educación perfecta... En realidad, íbamos a la
escuela todos los días...
--También yo voy a la escuela todos los días --dijo Alicia--. No
hay motivo para presumir tanto.
--¿Una escuela con clases especiales? --preguntó la Falsa Tortuga
con cierta ansiedad.
--Sí --contestó Alicia. Tenemos clases especiales de francés y de
música.
--¿Y lavado? --preguntó la Falsa Tortuga.
--¡Claro que no! --protestó Alicia indignada.
--¡Ah! En tal caso no vas en realidad a una buena escuela --dijo
la Falsa Tortuga en tono de alivio--. En nuestra escuela había clases
especiales de francés, música y lavado.
-No han debido servirle de gran cosa --observó Alicia--, viviendo
en el fondo del mar.
--Yo no tuve ocasión de aprender --dijo la Falsa Tortuga con un
suspiro--.
Sólo asistí a las clases normales.
--¿Y cuales eran esos? --preguntó Alicia interesada.
--Nos enseñaban a beber y a escupir, naturalmente. Y luego, las
diversas materias de la aritmética: a saber, fumar, reptar, feificar y sobre
todo la dimisión.
--Jamás oí hablar de feificar --respondió Alicia.
El Grifo se alzó sobre dos patas, muy asombrado:
--¡Cómo! ¿Nunca aprendiste a feificar? Por lo menos sabrás lo que
significa "embellecer".
--Pues... eso sí, quiere decir hacer algo más bello de lo que es.
--Pues --respondió el Grifo triunfalmente-, si no sabes ahora lo
que quiere decir feificar es que estás completamente tonta.
Con lo cual cerró la boca a Alicia, la que ya no se atrevió a
seguir preguntando lo que significaban las cosas. Dijo a la Falsa Tortuga:
--¿Qué otras cosas aprendías allí?
--Pues aprendía Histeria, histeria antigua y moderna. También
Mareografía, y dibujo. El profesor era un congrio que venía a darnos clase una
vez por semana y que nos enseñó eso, más otras cosas, como la tintura al boleo.
--¿Y eso qué es? --preguntó Alicia.
--No puedo hacerte una demostración, ya que ahora estoy muy baja
de forma --respondió la Falsa Tortuga. Y el Grifo, como él mismo podrá decirte,
nunca aprendió a tintar al boleo.
--Nunca tuve tiempo suficiente --se excusó el Grifo. --Pero sí que
iba a las clases de Letras. Y teníamos un maestro que era un gran maestro, un
viejo cangrejo. --Nunca fui a sus clases --dijo la Falsa Tortuga
lloriqueando--, dicen que enseñaba patín y riego.
--Sí, sí que lo hacía --respondió el Grifo. Y las dos se taparon
la cabeza con las patas, muy soliviantadas.
--¿Cuantas horas al día duraban esas lecciones? --preguntó Alicia
interesada, aunque no lograba entender mucho qué eran aquellas asignaturas tan
raras, o si es que no sabían pronunciar. Tintura al bóleo debería ser pintura
al óleo, y patín y riego serían latín y griego, pero lo que es las otras, se le
escapaban.
--Teníamos diez horas al día el primer día. Luego, el segundo día,
nueve y así sucesivamente.
--Pues me resulta un horario muy extraño --observó la niña.
--Por eso se llamaban cursos, no entiendes nada. Se llamaban
cursos porque se acortaban de día en día.
Eso resultaba nuevo para Alicia y antes de hacer una nueva
pregunta le dio unas cuantas vueltas al asunto.
Por fin preguntó:
--Entonces, el día once, sería fiesta, claro.
--Naturalmente que sí --respondió la Falsa Tortuga.
--¿Y el doceavo?
--Basta de cursos ya --ordenó el Grifo autoritariamente.
--Cuéntale ahora algo sobre los juegos.
Capítulo 10 - EL
BAILE DE LA LANGOSTA
La Falsa Tortuga suspiró profundamente y se enjugó una lágrima con
la aleta. Antes de hablar, miró a Alicia durante bastante tiempo, mientras los
sollozos casi la ahogaban.
--Se te ha atragantado un hueso, parece --dijo el Grifo poco
respetuoso. Y se puso a darle golpes en la concha por la parte de la espalda.
Por fin la Tortuga recobró la voz y reanudó su narración, solo que
las lágrimas resbalaban por su vieja cara arrugada.
--Tú acaso no hayas vivido mucho tiempo en el fondo del mar...
--Desde luego que no», dijo Alicia.
--Y quizá no hayas entrado nunca en contacto con una langosta.
Alicia empezó a decir: «Una vez comí...», pero se interrumpió a
toda prisa por si alguien se sentía ofendido.
--No, nunca --respondió.
Pues entonces, ¡no puedes tener ni idea de lo agradable que
resulta el Baile de la Langosta.
--No reconoció Alicia--. ¿Qué clase de baile es éste?
--Verás --dijo el Grifo--, primero se forma una línea a lo largo
de la playa...
--¡Dos líneas! --gritó la Falsa Tortuga--. Focas, tortugas y
demás. Entonces, cuando se han quitado todas las medusas de en medio...
--Cosa que por lo general lleva bastante tiempo --interrumpió el
Grifo.
--... se dan dos pasos al frente...
--¡Cada uno con una langosta de pareja! --gritó el Grifo.
--Por supuesto --dijo la Falsa Tortuga--. Se dan dos pasos al
frente, se forman parejas...
--... se cambia de langosta, y se retrocede en el mismo orden
--siguió el Grifo.
--Entonces --siguió la Falsa Tortuga-- se lanzan las...
--¡Las langostas! --exclamó el Grifo con entusiasmo, dando un
salto en el aire.
--...lo más lejos que se pueda en el mar...
--¡Y a nadar tras ellas! -chilló el Grifo.
--¡Se da un salto mortal en el mar! --gritó la Falsa Tortuga,
dando palmadas de entusiasmo.
--¡Se cambia otra vez de langosta! --aulló el Grifo.
--Se vuelve a la playa, y... aquí termina la primera figura --dijo
la Falsa Tortuga, mientras bajaba repentinamente la voz.
Y las dos criaturas, que habían estado dando saltos y haciendo
cabriolas durante toda la explicación, se volvieron a sentar muy tristes y
tranquilas, y miraron a Alicia.
--Debe de ser un baile precioso --dijo Alicia con timidez.
--¿Te gustaría ver un poquito cómo se baila? --propuso la Falsa
Tortuga.
--Claro, me gustaría muchísimo -dijo Alicia.
--¡Ea, vamos a intentar la primera figura! --le dijo la Falsa
Tortuga al Grifo--. Podemos hacerlo sin langostas, sabes. ¿Quién va a cantar?
--Cantarás tú --dijo el Grifo--. Yo he olvidado la letra.
Empezaron pues a bailar solemnemente alrededor de Alicia, dándole
un pisotón cada vez que se acercaban demasiado y llevando el compás con las
patas delanteras, mientras la Falsa Tortuga entonaba lentamente y con
melancolía:
"¿Porqué no te mueves más aprisa? le pregunto una pescadilla
a un caracol.
Porque tengo tras mí un delfín pisoteándome el talón.
¡Mira lo contentas que se ponen las langostas y tortugas al andar!
Nos esperan en la playa --¡Venga! ¡Baila y déjate llevar!
¡Venga, baila, venga, baila, venga, baila y déjate llevar!
¡Baila, venga, baila, venga, baila, venga y déjate llevar!"
"¡No te puedes imaginar qué agradable es el baile cuando nos
arrojan con las langostas hacia el mar!
Pero el caracol respondía siempre: "¡Demasiado lejos,
demasiado lejos!" y ni siquiera se preocupaba de mirar.
"No quería bailar, no quería bailar, no quería
bailar..."
--Muchas gracias. Es un baile muy interesante --dijo Alicia,
cuando vio con alivio que el baile había terminado--. ¡Y me ha gustado mucho
esta canción de la pescadilla!
--Oh, respecto a la pescadilla... --dijo la Falsa Tortuga--. Las
pescadillas son... Bueno, supongo que tú ya habrás visto alguna.
--Sí -respondió Alicia--, las he visto a menudo en la cen...
Pero se contuvo a tiempo y guardó silencio.
--No sé qué es eso de cen --dijo la Falsa Tortuga--, pero, si las
has visto tan a menudo, sabrás naturalmente cómo son.
--Creo que sí --respondió Alicia pensativa. Llevan la cola dentro
de la boca y van cubiertas de pan rallado.
--Te equivocas en lo del pan --dijo la Falsa Tortuga--. En el mar
el pan rallado desaparecería en seguida. Pero es verdad que llevan la cola
dentro de la boca, y la razón es... --Al llegar a este punto la Falsa Tortuga
bostezó y cerró los ojos--. Cuéntale tú la razón de todo esto -añadió,
dirigiéndose al Grifo.
--La razón es --dijo el Grifo-- que las pescadillas quieren
participar con las langostas en el baile. Y por lo tanto las arrojan al mar. Y
por lo tanto tienen que ir a caer lo más lejos posible. Y por lo tanto se cogen
bien las colas con la boca. Y por lo tanto no pueden después volver a sacarlas.
Eso es todo.
--Gracias --dijo Alicia--. Es muy interesante. Nunca había sabido
tantas cosas sobre las pescadillas.
--Pues aún puedo contarte más cosas sobre ellas-- dijo el Grifo.--
¿A que no sabes por qué las pescadillas son blancas?
--No, y jamás me lo he preguntado, la verdad ¿Por qué son blancas?
--Pues porque sirven para darle brillo a los zapatos y las botas, por eso, por
lo blancas que son-- respondió el Grifo muy satisfecho.
Alicia permaneció asombrada, con la boca abierta.
--Para sacar brillo-- repetía estupefacta--. No me lo explico.
--Pero, claro. ¿A ver? ¿Cómo se limpian los zapatos? Vamos, ¿cómo
se les saca brillo?
Alicia se miró los pies, pensativa, y vaciló antes de dar una
explicación lógica.
--Con betún negro, creo.
--Pues bajo el mar, a los zapatos se les da blanco de pescadilla--
respondió el Grifo sentenciosamente.-- Ahora ya lo sabes.
--¿Y de que están hechos?
--De mero y otros peces, vamos hombre, si cualquier gamba sabría
responder a esa pregunta-- respondió el Grifo con impaciencia.
--Si yo hubiera sido una pescadilla, le hubiera dicho al delfín:
"Haga el favor de marcharse, porque no deseamos estar con usted".--
dijo Alicia pensando en una estrofa de la canción.
--No-- respondió la Falsa Tortuga.-- No tenían más remedio que
estar con él, ya que no hay ningún pez que se respete que no quiera ir
acompañado de un delfín.
--¿Eso es así? --preguntó Alicia muy sorprendida.
--¡Claro que no!-- replicó la Falsa Tortuga.-- Si a mí se me
acercase un pez y me dijera que marchaba de viaje, le preguntaría primeramente:
"¿Y con qué delfín vas?
Alicia se quedó pensativa. Luego aventuró:
--No sería en realidad lo que le dijera ¿con que fin?
--¡Digo lo que digo!-- aseguró la Tortuga ofendida.
--Y ahora --dijo el Grifo, dirigiéndose a Alicia--, cuéntanos tú
alguna de tus aventuras.
--Puedo contaros mis aventuras... a partir de esta mañana --dijo
Alicia con cierta timidez--. Pero no serviría de nada retroceder hasta ayer,
porque ayer yo era otra persona.
--¡Es un galimatías! Explica todo esto --dijo la Falsa Tortuga.
--¡No, no! Las aventuras primero --exclamó el Grifo con
impaciencia--, las explicaciones ocupan demasiado tiempo.
Así pues, Alicia empezó a contar sus aventuras a partir del
momento en que vio por primera vez al Conejo Blanco. Al principio estaba un
poco nerviosa, porque las dos criaturas se pegaron a ella, una a cada lado, con
ojos y bocas abiertos como naranjas, pero fue cobrando valor a medida que
avanzaba en su relato. Sus oyentes guardaron un silencio completo hasta que
llegó el momento en que le había recitado a la Oruga el poema aquél de
"Has envejecido, Padre Guillermo..." que en realidad le había salido
muy distinto de lo que era. Al llegar a este punto, la Falsa Tortuga dio un
profundo suspiro y dijo:
--Todo eso me parece muy curioso.
--No puede ser más curioso- remachó el Grifo.
--Te salió tan diferente... --repitió la Tortuga--, que me
gustaría que nos recitases algo ahora.
Se volvió al Grifo.
--Dile que empiece.
El Grifo indicó:
--Ponte en pie y recita eso de "Es la voz del
perezoso..."
--Pero, ¡cuántas órdenes me dan estas criaturas! --dijo Alicia en
voz baja--.
Parece como si me estuvieran haciendo repetir las lecciones. Para
esto lo mismo me daría estar en la escuela.
Pero se puso en pie y comenzó obedientemente a recitar el poema.
Mientras tanto, no dejaba de darle vueltas en su cabeza a la danza de las
langostas y en realidad apenas sabía lo que estaba diciendo. Y así le resultó
lo que recitaba:
La voz de la Langosta he oído declarar:
Me han tostado demasiado
y ahora tendré que ponerme azúcar.
Lo mismo que el pato hace con los párpados
hace la langosta con su nariz:
ajustarse el cinturón y abotonarse
mientras tuerce los tobillos.
Cuando la arena está seca
Está feliz, tanto como una perdiz,
y habla con desprecio del tiburón.
Pero cuando la marea sube
y los tiburones la cercan,
se le quiebra la voz
Y sólo sabe balbucear.
El Grifo dijo:
--No lo oía así yo cuando era niño. Resulta distinto.
--Puede ser, aunque lo cierto es que yo jamás he oído ese poema--
dijo la Falsa Tortuga--, pero el caso es que me suena a disparates.
Alicia no contestó. Se cubrió la cara con las manos, tras de
sentarse de nuevo y se preguntó si sería posible que nada pudiera suceder allí
de una manera natural.
--Veamos, me gustaría escuchar una explicación lógica-- dijo la
Falsa Tortuga.
--No sabe explicarlo-- intervino el Grifo.-- Pero, bueno, prosigue
con la siguiente estrofa.
--Pero-- insistió la Tortuga--, ¿qué hay de los tobillos! ¿Cómo
podía torcérselos con la nariz?
--Se trata de la primera posición de todo el baile-- aclaró
Alicia, que, sin embargo, no comprendía nada de lo que estaba sucediendo, y
deseaba cambiar el tema de la conversación.
--¡Prosigue con la siguiente estrofa!-- reclamó el Grifo.-- Si no
me equivoco es la que comienza diciendo: "Pasé por su jardín...".
Alicia obedeció, aunque estaba segura de que todo iba a seguir
saliendo tergiversado. Con voz temblorosa dijo:
Pasé por su jardín
y con un solo ojo
pude observar muy bien
cómo el búho y la pantera
estaban repartiéndose un pastel.
La pantera se llevó la pasta,
la carne y el relleno,
mientras que al búho le tocaba
sólo la fuente que contenía el pastel.
Cuando terminaron de comérselo,
al búho le tocaba
sólo la fuente que contenía el pastel.
Cuando terminaron de comérselo,
el búho como regalo,
se llevó en el bolsillo la cucharilla,
en tanto la pantera, con el cuchillo y el tenedor,
terminaba el singular banquete.
--Lo que digo yo-- dijo la Tortuga, --es ¿de qué nos sirve tanto
recitar y recitar? ¿Si no explicas el significado de los que estás diciendo!
¡Bueno! ¡Esto es lo más confuso que he oído en mi vida!
--Desde luego --asintió el Grifo--. Creo que lo mejor será que lo
dejes.
Y Alicia se alegró muchísimo. --¿Intentamos otra figura del Baile
de la Langosta? --siguió el Grifo--. ¿O te gustaría que la Falsa Tortuga te
cantara otra canción?
--¡Otra canción, por favor, si la Falsa Tortuga fuese tan amable!
--exclamó Alicia, con tantas prisas que el Grifo se sintió ofendido.
--¡Vaya! --murmuró en tono dolido--. ¡Sobre gustos no hay nada
escrito! ¿Quieres cantarle Sopa de Tortuga, amiga mía?
La Falsa Tortuga dio un profundo suspiro y empezó a cantar con voz
ahogada por los sollozos:
Hermosa sopa, en la sopera,
tan verde y rica, nos espera.
Es exquisita, es deliciosa.
¡Sopa de noche, hermosa sopa!
¡Hermoooo-sa soooo-pa!
¡Hermooo~-sa soooo-pa!
¡Soooo-pa de la noooo-che!
¡Hermosa, hermosa sopa!
--¡Canta la segunda estrofa! --exclamó el Grifo.
Y la Falsa Tortuga acababa de empezarla, cuando se oyó a lo lejos
un grito de «¡Se abre el juicio!»
--¡Vamos! --gritó el Grifo.
Y, cogiendo a Alicia de la mano, echó a correr, sin esperar el
final de la canción.
--¿Qué juicio es éste? --jadeó Alicia mientras corrían.
Pero el Grifo se limitó a contestar: «¡Vamos! », y se puso a
correr aún más aprisa, mientras, cada vez más débiles, arrastradas por la brisa
que les seguía, les llegaban las melancólicas palabras:
¡Soooo-pa de la noooo-che!
¡Hermosa, hermosa sopa!
Capítulo 11 - ¿QUIEN
ROBO LAS TARTAS?
Cuando llegaron, el Rey y la Reina de Corazones estaban sentados
en sus tronos, y había una gran multitud congregada a su alrededor: toda clase
de pajarillos y animalitos, así como la baraja de cartas completa. El Valet
estaba de pie ante ellos, encadenado, con un soldado a cada lado para
vigilarlo. Y cerca del Rey estaba el Conejo Blanco, con una trompeta en una
mano y un rollo de pergamino en la otra. Justo en el centro de la sala había
una mesa y encima de ella una gran bandeja de tartas: tenían tan buen aspecto
que a Alicia se le hizo la boca agua al verlas. «¡Ojalá el juicio termine
pronto», pensó, «y repartan la merienda!» Pero no parecía haber muchas
posibilidades de que así fuera, y Alicia se puso a mirar lo que ocurría a su
alrededor, para matar el tiempo.
No había estado nunca en una corte de justicia, pero había leído
cosas sobre ellas en los libros, y se sintió muy satisfecha al ver que sabía el
nombre de casi todo lo que allí había.
--Aquél es el juez --se dijo a sí misma--, porque lleva esa gran
peluca.
El Juez, por cierto, era el Rey; y como llevaba la corona encima
de la peluca, no parecía sentirse muy cómodo, y desde luego no tenía buen
aspecto.
--Y aquello es el estrado del jurado --pensó Alicia--, y esas doce
criaturas (se vio obligada a decir «criaturas», sabéis, porque algunos eran
animales de pelo y otros eran pájaros) supongo que son los miembros del jurado.
Repitió esta última palabra dos o tres veces para sí, sintiéndose
orgullosa de ella: Alicia pensaba, y con razón, que muy pocas niñas de su edad
podían saber su significado.
Los doce jurados estaban escribiendo afanosamente en unas
pizarras.
--¿Qué están haciendo? --le susurró Alicia al Grifo--. No pueden
tener nada que anotar ahora, antes de que el juicio haya empezado.
--Están anotando sus nombres --susurró el Grifo como respuesta--,
no vaya a ser que se les olviden antes de que termine el juicio.
--¡Bichejos estúpidos! --empezó a decir Alicia en voz alta e
indignada.
Pero se detuvo rápidamente al oír que el Conejo Blanco gritaba:
«¡Silencio en la sala!», y al ver que el Rey se calaba los anteojos y miraba
severamente a su alrededor para descubrir quién era el que había hablado.
Alicia pudo ver, tan bien como si estuviera mirando por encima de
sus hombros, que todos los miembros del jurado estaban escribiendo «¡bichejos
estúpidos!» en sus pizarras, e incluso pudo darse cuenta de que uno de ellos no
sabía cómo se escribía «bichejo» y tuvo que preguntarlo a su vecino. «¡Menudo
lío habrán armado en sus pizarras antes de que el juicio termine!», pensó
Alicia.
Uno de los miembros del jurado tenía una tiza que chirriaba.
Naturalmente esto era algo que Alicia no podía soportar, así pues dio la vuelta
a la sala, se colocó a sus espaldas, y encontró muy pronto oportunidad de
arrebatarle la tiza. Lo hizo con tanta habilidad que el pobrecillo jurado (era
Bill, la Lagartija) no se dio cuenta en absoluto de lo que había sucedido con
su tiza; y así, después de buscarla por todas partes, se vio obligado a
escribir con un dedo el resto de la jornada; y esto no servía de gran cosa,
pues no dejaba marca alguna en la pizarra.
--¡Heraldo, lee la acusación! -dijo el Rey.
Y entonces el Conejo Blanco dio tres toques de trompeta, y
desenrolló el pergamino, y leyó lo que sigue:
La Reina cocinó
varias tartas
un día de verano
azul,
el Valet se apoderó
de esas tartas
Y se las llevó a
Estambul.
--¡Considerad vuestro veredicto! --dijo el Rey al jurado.
--¡Todavía no! ¡Todavía no! le interrumpió apresuradamente el
Conejo--. ¡Hay muchas otras cosas antes de esto!
--Llama al primer testigo --dijo el Rey.
Y el Conejo dio tres toques de trompeta y gritó:
--¡Primer testigo!
El primer testigo era el Sombrerero. Compareció con una taza de té
en una mano y un pedazo de pan con mantequilla en la otra.
--Os ruego me perdonéis, Majestad --empezó--, por traer aquí estas
cosas, pero no había terminado de tomar el té, cuando fui convocado a este
juicio.
--Debías haber terminado --dijo el Rey--. ¿Cuándo empezaste?
El Sombrerero miró a la Liebre de Marzo, que, del brazo del Lirón,
lo había seguido hasta allí.
--Me parece que fue el catorce de marzo.
--El quince --dijo la Liebre de Marzo.
--El dieciséis --dijo el Lirón.
--Anotad todo esto --ordenó el Rey al jurado.
Y los miembros del jurado se apresuraron a escribir las tres
fechas en sus pizarras, y después sumaron las tres cifras y redujeron el
resultado a chelines y peniques.
--Quítate tu sombrero --ordenó el Rey al Sombrerero.
--No es mío, Majestad --dijo el Sombrero.
--¡Sombrero robado! --exclamó el Rey, volviéndose hacia los
miembros del jurado, que inmediatamente tomaron nota del hecho.
--Los tengo para vender --añadió el Sombrerero como explicación--.
Ninguno es mío. Soy sombrerero.
Al llegar a este punto, la Reina se caló los anteojos y empezó a
examinar severamente al Sombrerero, que se puso pálido y se echó a temblar.
--Di lo que tengas que declarar --exigió el Rey--, y no te pongas
nervioso, o te hago ejecutar en el acto.
Esto no pareció animar al testigo en absoluto: se apoyaba ora
sobre un pie ora sobre el otro, miraba inquieto a la Reina, y era tal su
confusión que dio un tremendo mordisco a la taza de té creyendo que se trataba
del pan con mantequilla.
En este preciso momento Alicia experimentó una sensación muy
extraña, que la desconcertó terriblemente hasta que comprendió lo que era:
había vuelto a empezar a crecer. Al principio pensó que debía levantarse y
abandonar la sala, pero lo pensó mejor y decidió quedarse donde estaba mientras
su tamaño se lo permitiera.
--Haz el favor de no empujar tanto --dijo el Lirón, que estaba
sentado a su lado--. Apenas puedo respirar.
--No puedo evitarlo --contestó humildemente Alicia--. Estoy
creciendo.
--No tienes ningún derecho a crecer aquí --dijo el Lirón.
--No digas tonterías --replicó Alicia con más brío--. De sobra
sabes que también tú creces.
--Sí, pero yo crezco a un ritmo razonable --dijo el Lirón--, y no
de esta manera grotesca.
Se levantó con aire digno y fue a situarse al otro extremo de la
sala.
Durante todo este tiempo, la Reina no le había quitado los ojos de
encima al Sombrerero, y, justo en el momento en que el Lirón cruzaba la sala,
ordenó a uno de los ujieres de la corte:
--¡Tráeme la lista de los cantantes del último concierto!
Lo que produjo en el Sombrerero tal ataque de temblor que las
botas se le salieron de los pies.
--Di lo que tengas que declarar --repitió el Rey muy enfadado--, o
te hago ejecutar ahora mismo, estés nervioso o no lo estés.
--Soy un pobre hombre, Majestad --empezó a decir el Sombrerero en
voz temblorosa--... y no había empezado aún a tomar el té... no debe hacer
siquiera una semana... y las rebanadas de pan con mantequilla se hacían cada
vez más delgadas... y el titileo del té...
--¿El titileo de qué? --preguntó el Rey.
--El titileo empezó con el té --contestó el Sombrerero.
--¡Querrás decir que titileo empieza con la T! --replicó el Rey
con aspereza--. ¿Crees que no sé ortografía? ¡Sigue!
--Soy un pobre hombre --siguió el Sombrerero-... y otras cosas
empezaron a titilear después de aquello... pero la Liebre de Marzo dijo...
--¡Yo no dije eso! --se apresuró a interrumpirle la Liebre de
Marzo.
--¡Lo dijiste! --gritó el Sombrerero.
--¡Lo niego! --dijo la Liebre de Marzo.
--Ella lo niega --dijo el Rey--. Tachad esta parte.
--Bueno, en cualquier caso, el Lirón dijo... --siguió el
Sombrerero, y miró ansioso a su alrededor, para ver si el Lirón también lo
negaba, pero el Lirón no negó nada, porque estaba profundamente dormido--.
Después de esto --continuó el Sombrerero--, cogí un poco más de pan con
mantequilla...
--¿Pero qué fue lo que dijo el Lirón? --preguntó uno de los
miembros del jurado.
--De esto no puedo acordarme --dijo el Sombrerero.
--Tienes que acordarte --subrayó el Rey--, o haré que te ejecuten.
El desgraciado Sombrerero dejó caer la taza de té y el pan con
mantequilla, y cayó de rodillas.
--Soy un pobre hombre, Majestad --empezó.
--Lo que eres es un pobre orador --dijo sarcástico el Rey.
Al llegar a este punto uno de los conejillos de indias empezó a
aplaudir, y fue inmediatamente reprimido por los ujieres de la corte. (Como eso
de «reprimir» puede resultar difícil de entender, voy a explicar con exactitud
lo que pasó. Los ujieres tenían un gran saco de lona, cuya boca se cerraba con
una cuerda: dentro de este saco metieron al conejillo de indias, la cabeza por
delante, y después se sentaron encima).
--Me alegro muchísimo de haber visto esto --se dijo Alicia--.
Estoy harta de leer en los periódicos que, al final de un juicio, «estalló una
salva de aplausos, que fue inmediatamente reprimida por los ujieres de la
sala», y nunca comprendí hasta ahora lo que querían decir.
--Si esto es todo lo que sabes del caso, ya puedes bajar del
estrado --siguió diciendo el Rey.
--No puedo bajar más abajo --dijo el Sombrerero--, porque ya estoy
en el mismísimo suelo.
--Entonces puedes sentarte --replicó el Rey.
Al llegar a este punto el otro conejillo de indias empezó a
aplaudir, y fue también reprimido.
--¡Vaya, con eso acaban los conejillos de indias! --se dijo
Alicia--. Me parece que todo irá mejor sin ellos.
--Preferiría terminar de tomar el té --dijo el Sombrerero,
lanzando una mirada inquieta hacia la Reina, que estaba leyendo la lista de
cantantes.
--Puedes irte --dijo el Rey. Y el Sombrerero salió volando de la
sala, sin esperar siquiera el tiempo suficiente para ponerse los zapatos.
--Y al salir que le corten la cabeza -añadió la Reina,
dirigiéndose a uno de los ujieres.
Pero el Sombrerero se había perdido de vista, antes de que el
ujier pudiera llegar a la puerta de la sala.
--¡Llama al siguiente testigo! --dijo el Rey.
El siguiente testigo era la cocinera de la Duquesa. Llevaba el
pote de pimienta en la mano, y Alicia supo que era ella, incluso antes de que
entrara en la sala, por el modo en que la gente que estaba cerca de la puerta
empezó a estornudar.
--Di lo que tengas que declarar --ordenó el Rey.
--De eso nada --dijo la cocinera.
El Rey miró con ansiedad al Conejo Blanco, y el Conejo Blanco dijo
en voz baja:
--Su Majestad debe examinar detenidamente a este testigo.
--Bueno, si debo hacerlo, lo haré --dijo el Rey con resignación,
y, tras cruzarse de brazos y mirar de hito en hito a la cocinera con aire
amenazador, preguntó en voz profunda--: ¿De qué se hacen las tartas?
--Sobre todo de pimienta --respondió la cocinera.
--Melaza -dijo a sus espaldas una voz soñolienta.
--Prended a ese Lirón --chilló la Reina--. ¡Decapitad a ese Lirón!
¡Arrojad a ese Lirón de la sala! ¡Reprimidle! ¡Pellizcadle! ¡Dejadle sin
bigotes!
Durante unos minutos reinó gran confusión en la sala, para arrojar
de ella al Lirón, y, cuando todos volvieron a ocupar sus puestos, la cocinera
había desaparecido.
--¡No importa! --dijo el Rey, con aire de alivio--. Llama al
siguiente testigo. --Y añadió a media voz dirigiéndose a la Reina-: Realmente,
cariño, debieras interrogar tú al próximo testigo. ¡Estas cosas me dan dolor de
cabeza!
Alicia observó al Conejo Blanco, que examinaba la lista, y se
preguntó con curiosidad quién sería el próximo testigo. «Porque hasta ahora
poco ha sido lo que han sacado en limpio», se dijo para sí. Imaginad su
sorpresa cuando el Conejo Blanco, elevando al máximo volumen su vocecilla, leyó
el nombre de:
--¡Alicia!
Capítulo 12 - LA
DECLARACION DE ALICIA
--¡Estoy aquí! --gritó Alicia.
Y olvidando, en la emoción del momento, lo mucho que había crecido
en los últimos minutos, se puso en pie con tal precipitación que golpeó con el
borde de su falda el estrado de los jurados, y todos los miembros del jurado
cayeron de cabeza encima de la gente que había debajo, y quedaron allí
pataleando y agitándose, y esto le recordó a Alicia intensamente la pecera de
peces de colores que ella había volcado sin querer la semana pasada.
--¡Oh, les ruego me perdonen! --exclamó Alicia en tono
consternado.
Y empezó a levantarlos a toda prisa, pues no podía apartar de su
mente el accidente de la pecera, y tenía la vaga sensación de que era preciso
recogerlas cuanto antes y devolverlos al estrado, o de lo contrario morirían.
--El juicio no puede seguir --dijo el Rey con voz muy grave--
hasta que todos los miembros del jurado hayan ocupado debidamente sus
puestos... todos los miembros del jurado --repitió con mucho énfasis, mirando
severamente a Alicia mientras decía estas palabras.
Alicia miró hacia el estrado del jurado, y vio que, con las
prisas, había colocado a la Lagartija cabeza abajo, y el pobre animalito,
incapaz de incorporarse, no podía hacer otra cosa que agitar melancólicamente
la cola.
Alicia lo cogió inmediatamente y lo colocó en la postura adecuada.
«Aunque no creo que sirva de gran cosa», se dijo para sí. «Me
parece que el juicio no va a cambiar en nada por el hecho de que este animalito
esté de pies o de cabeza».
Tan pronto como el jurado se hubo recobrado un poco del shock que
había sufrido, y hubo encontrado y enarbolado de nuevo sus tizas y pizarras, se
pusieron todos a escribir con gran diligencia para consignar la historia del
accidente. Todos menos la Lagartija, que parecía haber quedado demasiado
impresionada para hacer otra cosa que estar sentada allí, con la boca abierta,
los ojos fijos en el techo de la sala.
--¿Qué sabes tú de este asunto? --le dijo el Rey a Alicia.
--Nada --dijo Alicia.
--¿Nada de nada? --insistió el Rey.
--Nada de nada --dijo Alicia.
--Esto es algo realmente trascendente --dijo el Rey, dirigiéndose
al jurado.
Y los miembros del jurado estaban empezando a anotar esto en sus
pizarras, cuando intervino a toda prisa el Conejo Blanco:
--Naturalmente, Su Majestad ha querido decir intrascendente --dijo
en tono muy respetuoso, pero frunciendo el ceño y haciéndole signos de
inteligencia al Rey mientras hablaba.
Intrascendente es lo que he querido decir, naturalmente --se
apresuró a decir el Rey.
Y empezó a mascullar para sí: «Trascendente... intrascendente...
trascendente... intrascendente...», como si estuviera intentando
decidir qué palabra sonaba mejor.
Parte del jurado escribió «trascendente», y otra parte escribió
«intrascendente». Alicia pudo verlo, pues estaba lo suficiente cerca de los
miembros del jurado para leer sus pizarras. «Pero esto no tiene la menor
importancia», se dijo para sí.
En este momento el Rey, que había estado muy ocupado escribiendo
algo en su libreta de notas, gritó: «¡Silencio!», y leyó en su libreta:
--Artículo Cuarenta y Dos. Toda persona que mida más de un
kilómetro tendrá que abandonar la sala.
Todos miraron a Alicia.
--Yo no mido un kilómetro --protestó Alicia.
--Sí lo mides --dijo el Rey.
--Mides casi dos kilómetros añadió la Reina.
--Bueno, pues no pienso moverme de aquí, de todos modos --aseguró
Alicia--. Y además este artículo no vale: usted lo acaba de inventar.
--Es el artículo más viejo de todo el libro --dijo el Rey.
--En tal caso, debería llevar el Número Uno --dijo Alicia.
El Rey palideció, y cerró a toda prisa su libro de notas.
--¡Considerad vuestro veredicto! --ordenó al jurado, en voz débil
y temblorosa.
--Faltan todavía muchas pruebas, con la venia de Su Majestad
--dijo el Conejo Blanco, poniéndose apresuradamente de pie--. Acaba de
encontrarse este papel.
--¿Qué dice este papel? --preguntó la Reina.
--Todavía no lo he abierto --contestó el Conejo Blanco--, pero
parece ser una carta, escrita por el prisionero a... a alguien.
--Así debe ser --asintió el Rey--, porque de lo contrario hubiera
sido escrita a nadie, lo cual es poco frecuente.
--¿A quién va dirigida? --preguntó uno de los miembros del jurado.
--No va dirigida a nadie --dijo el Conejo Blanco--. No lleva nada
escrito en la parte exterior. --Desdobló el papel, mientras hablaba, y
añadió--: Bueno, en realidad no es una carta: es una serie de versos.
--¿Están en la letra del acusado? --preguntó otro de los miembros
del jurado.
--No, no lo están --dijo el Conejo Blanco--, y esto es lo más
extraño de todo este asunto.
(Todos los miembros del jurado quedaron perplejos).
--Debe de haber imitado la letra de otra persona --dijo el Rey.
(Todos los miembros del jurado respiraron con alivio).
--Con la venia de Su Majestad --dijo el Valet--, yo no he escrito
este papel, y nadie puede probar que lo haya hecho, porque no hay ninguna firma
al final del escrito.
--Si no lo has firmado --dijo el Rey--, eso no hace más que
agravar tu culpa.
Lo tienes que haber escrito con mala intención, o de lo contrario
habrías firmado con tu nombre como cualquier persona honrada.
Un unánime aplauso siguió a estas palabras: en realidad, era la
primera cosa sensata que el Rey había dicho en todo el día.
--Esto prueba su culpabilidad, naturalmente --exclamó la Reina--.
Por lo tanto, que le corten...
--¡Esto no prueba nada de nada! --protestó Alicia--. ¡Si ni
siquiera sabemos lo que hay escrito en el papel!
--Léelo --ordenó el Rey al Conejo Blanco.
El Conejo Blanco se puso las gafas. --¡Por dónde debo empezar, con
la venia de Su Majestad? --preguntó.
--Empieza por el principio --dijo el Rey con gravedad-- y sigue
hasta llegar al final; allí te paras.
Se hizo un silencio de muerte en la sala, mientras el Conejo
Blanco leía los siguientes versos:
Dijeron que fuiste a verla
y que a él le hablaste de mí:
ella aprobó mi carácter
y yo a nadar no aprendí.
Él dijo que yo no era
(bien sabemos que es verdad):
pero si ella insistiera
¿qué te podría pasar?
Yo di una, ellos dos,
tú nos diste tres o más,
todas volvieron a ti, y eran
mías tiempo atrás.
Si ella o yo tal vez nos vemos
mezclados en este lío,
él espera tú los libres
y sean como al principio.
Me parece que tú fuiste
(antes del ataque de ella),
entre él, y yo y aquello
un motivo de querella.
No dejes que él sepa nunca
que ella los quería más,
pues debe ser un secreto
y entre tú y yo ha de quedar.
--¡Ésta es la prueba más importante que hemos obtenido hasta
ahora! --dijo el Rey, frotándose las manos--. Así pues, que el jurado proceda
a...
--Si alguno de vosotros es capaz de explicarme este galimatías
--dijo Alicia (había crecido tanto en los últimos minutos que no le daba ningún
miedo interrumpir al Rey)--, le doy seis peniques.
Yo estoy convencida de que estos versos no tienen pies ni cabeza.
Todos los miembros del jurado escribieron en sus pizarras: «Ella
está convencida de que estos versos no tienen pies ni cabeza», pero ninguno de
ellos se atrevió a explicar el contenido del escrito.
--Si el poema no tiene sentido --dijo el Rey--, eso nos evitará
muchas complicaciones, porque no tendremos que buscárselo. Y, sin embargo
--siguió, apoyando el papel sobre sus rodillas y mirándolo con ojos entornados--,
me parece que yo veo algún significado... Y yo a nadar no aprendí... Tú no
sabes nadar, ¿o sí sabes? --añadió, dirigiéndose al Valet. El Valet sacudió
tristemente la cabeza.
--¿Tengo yo aspecto de saber nadar? --dijo.
(Desde luego no lo tenía, ya que estaba hecho enteramente de
cartón.)--Hasta aquí todo encaja --observó el Rey, y siguió murmurando para sí
mientras examinaba los versos--: Bien sabemos que es verdad... Evidentemente se
refiere al jurado... Pero si ella insistiera... Tiene que ser la Reina...
¿Qué te podría pasar?... ¿Qué, en efecto? Yo di una, ellos dos...
Vaya, esto debe ser lo que él hizo con las tartas...
--Pero después sigue todas volvieron a ti --observó Alicia.
--¡Claro, y aquí están! --exclamó triunfalmente el Rey, señalando
las tartas que había sobre la mesa . Está más claro que el agua. Y más
adelante... Antes del ataque de ella... ¿Tú nunca tienes ataques, verdad,
querida? --le dijo a la Reina.
--¡Nunca! --rugió la Reina furiosa, arrojando un tintero contra la
pobre Lagartija.
(La infeliz Lagartija había renunciado ya a escribir en su pizarra
con el dedo, porque se dio cuenta de que no dejaba marca, pero ahora se
apresuró a empezar de nuevo, aprovechando la tinta que le caía chorreando por
la cara, todo el rato que pudo).
--Entonces las palabras del verso no pueden atacarte a ti --dijo
el Rey, mirando a su alrededor con una sonrisa.
Había un silencio de muerte.
--¡Es un juego de palabras! --tuvo que explicar el Rey con
acritud.
Y ahora todos rieron.
--¡Que el jurado considere su veredicto! --ordenó el Rey, por
centésima vez aquel día.
--¡No! ¡No! --protestó la Reina--. Primero la sentencia... El
veredicto después.
--¡Valiente idiotez! --exclamó Alicia alzando la voz--. ¡Qué
ocurrencia pedir la sentencia primero!
--¡Cállate la boca! --gritó la Reina, poniéndose color púrpura.
--¡No quiero! --dijo Alicia.
--¡Que le corten la cabeza! --chilló la Reina a grito pelado.
Nadie se movió.
--¡Quién le va a hacer caso? --dijo Alicia (al llegar a este
momento ya había crecido hasta su estatura normal)--. ¡No sois todos más que
una baraja de cartas!
Al oír esto la baraja se elevó por los aires y se precipitó en
picada contra ella. Alicia dio un pequeño grito, mitad de miedo y mitad de
enfado, e intentó sacárselos de encima... Y se encontró tumbada en la ribera,
con la cabeza apoyada en la falda de su hermana, que le estaba quitando
cariñosamente de la cara unas hojas secas que habían caído desde los árboles.
--¡Despierta ya, Alicia! --le dijo su hermana--. ¡Cuánto rato has
dormido!
--¡Oh, he tenido un sueño tan extraño! --dijo Alicia.
Y le contó a su hermana, tan bien como sus recuerdos lo permitían,
todas las sorprendentes aventuras que hemos estado leyendo. Y, cuando hubo
terminado, su hermana le dio un beso y le dijo:
--Realmente, ha sido un sueño extraño, cariño. Pero ahora corre a
merendar. Se está haciendo tarde.
Así pues, Alicia se levantó y se alejó corriendo de allí, y
mientras corría no dejó de pensar en el maravilloso sueño que había tenido.
Pero su hermana siguió sentada allí, tal como Alicia la había
dejado, la cabeza apoyada en una mano, viendo cómo se ponía el sol y pensando
en la pequeña Alicia y en sus maravillosas aventuras. Hasta que también ella
empezó a soñar a su vez, y éste fue su sueño:
Primero, soñó en la propia Alicia, y le pareció sentir de nuevo
las manos de la niña apoyadas en sus rodillas y ver sus ojos brillantes y
curiosos fijos en ella. Oía todos los tonos de su voz y veía el gesto con que
apartaba los cabellos que siempre le caían delante de los ojos. Y mientras los
oía, o imaginaba que los oía, el espacio que la rodeaba cobró vida y se pobló
con los extraños personajes del sueño de su hermana.
La alta hierba se agitó a sus pies cuando pasó corriendo el Conejo
Blanco; el asustado Ratón chapoteó en un estanque cercano; pudo oír el tintineo
de las tazas de porcelana mientras la Liebre de Marzo y sus amigos proseguían
aquella merienda interminable, y la penetrante voz de la Reina ordenando que se
cortara la cabeza a sus invitados; de nuevo el bebé-cerdito estornudó en brazos
de la Duquesa, mientras platos y fuentes se estrellaban a su alrededor; de
nuevo se llenó el aire con los graznidos del Grifo, el chirriar de la tiza de
la Lagartija y los aplausos de los «reprimidos» conejillos de indias, mezclado
todo con el distante sollozar de la Falsa Tortuga.
La hermana de Alicia estaba sentada allí, con los ojos cerrados, y
casi creyó encontrarse ella también en el País de las Maravillas. Pero sabía
que le bastaba volver a abrir los ojos para encontrarse de golpe en la aburrida
realidad. La hierba sería sólo agitada por el viento, y el chapoteo del
estanque se debería al temblor de las cañas que crecían en él. El tintineo de
las tazas de té se transformaría en el resonar de unos cencerros, y la
penetrante voz de la Reina en los gritos de un pastor. Y los estornudos del
bebé, los graznidos del Grifo, y todos los otros ruidos misteriosos, se
transformarían (ella lo sabía) en el confuso rumor que llegaba desde una granja
vecina, mientras el lejano balar de los rebaños sustituía los sollozos de la
Falsa Tortuga.
Por último, imaginó cómo sería, en el futuro, esta pequeña hermana
suya, cómo sería Alicia cuando se convirtiera en una mujer. Y pensó que Alicia
conservaría, a lo largo de los años, el mismo corazón sencillo y entusiasta de
su niñez, y que reuniría a su alrededor a otros chiquillos, y haría brillar los
ojos de los pequeños al contarles un cuento extraño, quizás este mismo sueño
del País de las Maravillas que había tenido años atrás; y que Alicia sentiría
las pequeñas tristezas y se alegraría con los ingenuos goces de los chiquillos,
recordando su propia infancia y los felices días del verano.
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario